Estambul es Constantinopla (Concurso de Relatos Breves San Valentín 2013)
Contemplaba a través de mi ventana el azul del Mediterráneo. Con la mirada clavada en un punto fijo dejé que mi mente se extraviara. Seguro que alguna vez les ha pasado; de repente se detiene el tiempo y los sentidos se desligan de la mente. Uno se queda ahí, pasmado. No sentía el calor del vaso de té en mis manos, ni el trasiego de la calle, tampoco era consciente de la lejanía de aquel punto en el horizonte. Sucumbí a un momento de ensoñación. La luz que invadía mi cerebro se transformó en la energía que éste necesitó para embarcarse en el recuerdo de un tiempo sucedido muchos años atrás.
Aquella misma luz mediterránea mostró su figura a mis ojos por primera vez. Ella era guapa, más que guapa; no conocía adjetivo que la describiese. Yo nunca había visto tanta belleza en una mujer. Bueno, por aquel entonces ella era una jovencita. Alta, pelo rubio, con los ojos azules y los labios carnosos. Su cara de proporciones perfectas era suave y delicada. Fumaba un cigarrillo liado por ella misma y exhalaba el humo a su alrededor con un movimiento de cuello tan amplio, que me permitió apreciar la longitud de su cabellera. Con esa preciosa melena rubia rozando su cintura causaba una imagen impactante. Daba la impresión de ser una auténtica Femme fatale.
En aquella época frecuentábamos los mismos lugares. Nuestros amigos formaron una cuadrilla de jóvenes inexperimentados; ávidos de enfrentar el camino de la vida. Adquirimos una conciencia más trascendental de la existencia; disfrutábamos con los nuevos descubrimientos, placeres, sueños y aventuras que nos eran propios de esta etapa de despreocupación, previa a la responsabilidad de la vida adulta. La fui conociendo poco a poco, siempre con la presencia del Mar Mediterráneo acompañándonos, en un contexto de experiencias surrealistas fruto del sueño de la juventud. A mí me empezó a gustar ella, y por lo que supe, yo no le desagradaba. Las alcahuetas de nuestro grupo se encargaron de intercambiar las misivas que, a causa de nuestra vergüenza, no pudieron ser entregadas de forma directa. El momento del primer beso fue algo que correspondió únicamente a nosotros dos.
Los buenos tiempos pasaron tan rápido, que sin darnos cuenta llegó el verano. Suponía el regreso al hogar y la desintegración del grupo. También el abandono del Mediterráneo y de un amor en su forma más incipiente. La vuelta a casa prometía una desesperación aguda, tras haber disfrutado de una larga etapa de libertad incondicional. Afortunadamente había acumulado unos ahorros que ahora pretendía utilizar con el fin de soportar de la forma más leve posible aquel encierro estival. ¿Qué podía hacer con ese dinero? Rápidamente tomé una decisión: quería volver a ver la luz de nuestro mar, y estaba dispuesto a gastar todo lo que tenía para volver a sentir la brisa mediterránea junto a ella. Cogí mi teléfono y la llamé:
- Hola, soy yo, he estado pensando una cosa, y... bueno... ¿Tienes algo que hacer este verano?
- Pues... no, no tengo planes.
- ¿Te gustaría venir conmigo a Estambul?
- Estambul es Constantinopla.
- Sí, y Bizancio.
- Me encantaría.
Decidimos ir a Estambul por tierra, emulando a los grandes románticos que partían a principios del siglo pasado a bordo del Orient Express en busca del exotismo oriental. Nuestro viaje seguiría el mismo itinerario que el mítico tren, pero con algunas variantes, ya que entraríamos a Turquía a través de Grecia, tras haber alcanzado este último país navegando por nuestro mar.
Tras semanas de viaje, finalmente llegamos a la ciudad de los dos continentes. Al igual que ocurrió a Stendhal, el exceso de belleza al que me veía sometido; por un lado ella, y por otro la mágica ciudad de Estambul, acabaron trastornándome. Recorrimos a pie las calles del antiguo Sultanhahmet, el puente de Gálata, el barrio de Beyoglu y Ortakoy. Fue en el Gran Bazar dónde lo encontré. Un precioso collar de turmalinas azules, del color de sus ojos, del color de nuestro mar.
Quería decirle que la amaba y no encontré una forma mejor de hacerlo que comprándole aquellas piedras. Ella dijo: ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? Cuesta mucho dinero, si compras el collar seguramente no podamos regresar a casa. Tenía razón, si gastaba ese dinero no habría vuelta posible.
¡¡¡BUUUUUUUUPPPP!!!! Un fuerte pitido me devolvió a la realidad, al tiempo presente. Mi mente acababa de salir de aquella ensoñación. Intenté identificar aquel fuerte sonido que había quebrado de forma repentina mi recuerdo. Rápidamente localicé el potente carguero, que como cada día, emitía un fuerte bocinazo con el fin de advertir su paso a los demás barcos que transitan por el Bósforo.