Moros y Cristianos para ignorantes forasteros (IV de IV)*
Y de pronto, a las 4 y pico de la tarde del día 5 de septiembre de 2008, me encuentro a mí mismo esperando que pase la Banda Municipal por la calle principal. Mientras espero, me fijo en una señora que hay a mi lado, de unos casi sesenta años, ancha y bajita y con un peinado digno de un concurso de repostería, cubierta con un sencillo vestido estampado de ¡flores y mariposas!, maquillada al Estilo Neobarroco Casual, y acompañada de otras tres señoras pertenecientes a la misma tribu urbana, con ligeras variantes en su edad y ornamentación.
Estaba yo en esta observación periodística y puramente científica, cuando llegó la banda atronando sus instrumentos, y entonces contemplé uno de esos milagros o actos de fe que siempre consiguen conmoverme. Las cuatro señoras comenzaron a aplaudir y a gritar vivas y salvas con neurasténico paroxismo. Sus cuerpos se multiplicaron en altura y anchura, mientras sus rostros se moldeaban con docenas de ricos y vibrantes matices, aunque todos ellos rozando la asimetría, que suele ser el principio del colapso por hiperventilación. Parecían de esas personas a las que, si te invitaran a participar en una competición privada de tiro al plato, no te sentirías capaz de declinarles la invitación, porque podría ser muy peligroso para la salud de ambos. Decidí quedarme con esta emocionante, dramática y perturbadora imagen como síntesis de las FMC. Y me sorprendí diciéndome: tienen razón, esto no puede explicarse honestamente con palabras. De modo que decidí centrarme en el desfile, que fue un machacante tronar de vientos, metales y percusión, que como una letanía que por exceso retumba y se amortigua en la cavidad craneal, servía de banda sonora a una película de presupuesto muy caro, en la que había miles de extras vestidos de colores chillones que actuaban básicamente por instinto, y en la que no resultaba fácil saber quién era el protagonista principal ni cuál el nudo del argumento, aunque parecía claro que todo el mundo lo estaba pasando espasmódicamente bien. Este esquema se repitió a lo largo de los cinco días: la nocturna Cabalgata del día seis fue un derroche de brillo sin comparación. Brillaban los trajes, brillaban las expresiones monofanáticas de los entusiastas comentaristas de la TV del lugar, brillaban las caras de los niños a horas ilegales para ellos, y brillaban las miles de bombillas que iluminaban el recorrido hasta que dejaron de brillar. Pensé que era lo más innovador y arriesgado que había visto en una fiesta popular, hasta que me dijeron que algún político había metido un pariente en un enchufe, cosa que no terminé de comprender, por lo que supuse que era un chiste local. El día siete participé en la Diana, que prácticamente empezó antes de terminar la Cabalgata, y en la que un grupo de festeros, que me adoptó como amigo de toda la vida (aunque después del día 9 nunca los volví a ver), me dio a beber un raro líquido obviamente de insospechada graduación. A partir de ese momento mi memoria se nubla, y solo recuerdo algo parecido a a) la felicidad, b) la brusca descompresión de la cabina de un avión, y c) mi ofuscado deseo de volver en 2009 para completar esta humilde crónica.
* (La siguiente crónica fue publicada originalmente en la revista sueca La Escapada Terapéutica)