Tardes de soledad (concurso de relatos breves San Valentín 2014)
Extrañamente, aquella tarde me sentía más sola que de costumbre. Habían transcurrido varias horas desde que mi marido y mis hijos salieron de casa, y allí estaba yo dejando pasar el tiempo como un goteo interminable de horas, que cada vez se me hacía más insoportable. La soledad pesaba como una losa y no me dejaba respirar aquella fría tarde de otoño.
En menos de cinco minutos estaba arreglada. Comencé a caminar sin rumbo intentando descifrar cada detalle de todo aquello que me rodeaba. Un árbol seco, el paso cambiado de una pareja paseando o el juego de luces de los muñecos del semáforo. Todo tenía algo de irreal e indescriptible aquella tarde. Buscaba con la mirada a derecha e izquierda, a través de las lunas de los escaparates o en el reflejo de los charcos, algo que diera sentido a mi vida. No fue demasiado difícil. Al cabo de un rato estábamos sentados en la mesa de un bar lleno de espejos, contándonos nuestras miserias. Él también se encontraba solo y como si de una coincidencia se tratara, estaba intentando recomponer los argumentos de su razón de vivir. Pasaron las horas muy deprisa, casi sin darnos cuenta.
Volví a casa despacio, un poco aturdida, con la brisa fresca acariciando mi cara entre las solapas alzadas de mi chaqueta roja de punto. ¿Por qué le habré contado todo eso a un desconocido?, me preguntaba inquieta, mientras recordaba embelesada su atractiva figura y sus modales de porcelana.
Seguimos viéndonos durante dos semanas que me parecieron dos siglos. Cada tarde, puntual como siempre, acudía a nuestra cita del café. Revolvíamos el universo con canciones de otros tiempos, películas en blanco y negro, energías alternativas o viajes fascinantes a países exóticos. Y cada tarde también, bajábamos a los instintos, a las mentiras, al inconsciente y a la belleza. Su conversación intensa y a la vez frágil, la calidez de sus insinuaciones y la armonía de sus gestos habían colapsado mi razón. Deseaba con toda mi alma que llegara la hora de nuestro encuentro diario.
Una de aquellas tardes, faltando a su compromiso de encanto y seducción, no llegó. Le estuve esperando más de tres horas o más de cien, no sé, perdí la noción del tiempo. No era posible que desapareciera llevándose su sonrisa de guerrilla urbana contra todo, su filosofía esencial sobre el hombre y sus teorías asombrosas de embaucador de teatrillo. No era posible que desapareciera de mi vida.
Durante algunos días más, acudí a nuestro lugar de encuentro. La misma mesa, los mismos espejos, una taza de café y otra desilusión. Me repetía a mí misma, algún día vendrá, y nos reiremos juntos. Una tarde, mientras apuraba mi taza de café esperando su llegada, recordé algo que me dijo el primer día que nos vimos:
Somos lo que queremos ser, y tarde o temprano descubrirás que tu fuerza y tu imaginación serán capaces de hacer realidad tus sueños.
Me quedé pensativa durante un buen rato repitiendo aquellas palabras y de repente todo cobró sentido. Su figura estaba reflejada en cada uno de los espejos de aquel lugar. Y cada figura era diferente de las otras. En unas reía como un adolescente y en otras, pensativo y ausente, la tristeza apagaba su sonrisa balsámica. Sus gestos y sus ademanes estaban allí, en aquellos espejos. Me hablaba, me entregaba una flor y fingía engaños disparatados.
Él, que no estaba allí, me estaba ofreciendo las respuestas. No había nadie al otro lado de la mesa, ni en los espejos, ni en la conversación. Ni aquella tarde ni nunca. Nunca hubo nadie. Solo habíamos estado mi soledad y yo, descubriéndonos. Al fin había conseguido encontrarme en mi nostalgia y tenía respuestas para todo aquello que antes me resultaba insoportable.
Aquel laberinto de espejos y de figuras imaginarias cambió mi vida y mi manera de ver la realidad. Estaríamos él y yo juntos para siempre, como dos milicianos contra el mundo, buscando respuestas insólitas a miles de preguntas. Ahora que era feliz podría volar sin temor a perder la razón. Mis pedacitos de emociones los llevo envueltos en papeles transparentes de locura que se deslían cuando él llega y me acompaña a pasear.
Desde aquel día ya no estoy sola. Estamos los dos.
Ya no le echo de menos porque siempre está aquí. Me encanta y me cautiva con sus cuentos, me deprime a ratos y se va cuando menos lo espero, pero siempre vuelve porque vive conmigo.
Ahora que ha pasado el tiempo y soy la que quiero ser, simplemente quise contar la historia de mi soledad. La soledad que me acompañó durante un tiempo, y que murió una tarde de otoño en aquel café, rodeada de espejos.