Literatura

“No más puentes en Madison (El avión que nunca saldrá)” (concurso de relatos breves San Valentín 2014)

Lo más difícil que hay que aprender en la vida es qué puentes hay que cruzar y qué puentes hay que quemar.

David Russell

Se apodaba Diana, la conocí en un chat como podía haberla conocido, por divino capricho, como polizón en el cielo, su cielo; el que ella fue, es, no puede dejar de ser. Diana. Había una hermosa historia tras de su nombre, aunque nunca imaginé que tanto. No es momento ahora de recordarla, por más que en mil vidas que viviese no llegaría a olvidar aquel rompiente de emociones, aquella fiebre de amor, aquella historia, la que hemos vivido juntos, la que pudo haber sido y no fue... Y sin embargo, tenía todos los visos, todos los pronunciamientos para ser un amor de leyenda. Pero al final la única leyenda posible de esa historia fallida fue la imposibilidad.

Y eso que desde el primer momento un flechazo certero hizo juego de palabras y de sensibilidades haciendo diana en pleno pecho, ensartando para siempre dos corazones, el suyo y el mío, uno sólo desde entonces; tan solo uno al final... “Me gustas y mucho”, le dijo mi corazón al suyo. Y fue ahí cuando emprendimos un sueño conjunto por tierra, mar y aire. Lo más milagroso de los milagros es que sucedan, pensé no sin un punto de ironía desencantada. He venido a perder una guerra de amor sin importarme, escribí, por contra, en el tren que me acercaba a ella antes de perderlo definitivamente.

Creo que ambos recorrimos centenares de kilómetros con la remota esperanza de perder para no tener que ganar. Para no tener qué ganar, que era todo. Pero ese milagro llamado amor se confirmó y fortaleció bajo el otoñal sol del Mediterráneo. Hubo, tenía que haberlo, exigencias del guión, un antes y un después del irrenunciable encuentro en aquel escenario neutral, equidistante casi, con el mar por testigo. Un antes y un después, y un pequeño durante de felicidad sin igual: amanecía la noche en aquella sonrisa celestial entre mis brazos amartelados, colmados con ella, mi dama adamada, personificación de un sueño…

Pero el tiempo se escurría deprisa entre los besos para llenarlos de lágrimas, las que a duras penas contuvimos en el abrazo final para no hacerle al otro aún más atroz la despedida. Ahora que el tiempo, no tanto, pero inexorable y tardo en pasar, ha dictado su cruel sentencia, entiendo mejor aquellas lágrimas entremezcladas con la llovizna premonitoria que parecía multiplicarlas hasta el infinito. Eran las lágrimas inconsolables de quienes, rotos de corazón, lloraban sabiendo que no volverían a ver a quien entonces más querían.

La larga marcha en direcciones contrarias fue dura por definitiva, aunque aún hubo de extenderse por algunas semanas más la agonía de nuestro Sueño. Fue en ese lapso relapso que abandonamos en voz alta y ajena tantas veces como dimos marcha atrás. Vaivenes duros en la penumbra previa del eclipse total. Hasta un avión invisible al radar matrimonial me prometió coger Diana, en un arrebato de pasión insumisa. En realidad fue una promesa a sí misma, no exigible por ser producto de la desesperación y el dolor de la condena condenada, luctuosa, ineluctable. Demasiado condenable por condenatoria su decisión de sacrificarse por quien no podía valorar el sacrificio por desconocerlo todo, dichosa ignorancia marital. Demasiado fuertes los lazos de la tradición, el lastre de un vuelo que nunca podría despegar en medio de aquel temporal de pasión y renuncia que mantenía a Diana incomunicada en su cada vez más aislada isla, más y más lejana para mi dolor expectante.

Aún hoy, que ya hace tiempo que hemos perdido la Luna y puesto los pies en la Tierra –la misma tierra en la que yace enterrado aquel nuestro sueño–, se me hace imposible la no lectura doméstica de sus lágrimas furtivas, de las turbulencias sombrías en su cara de ángel alicortado, del día a día del proceloso dilema que Diana, mi dulce Diana, vivía, muriendo, en el más doloroso silencio.

Aún hoy, que sé de un Mediterráneo recrecido por aquellas lágrimas de amargura, no acierto a contemplar un Levante distinto, sin el sol siempre eclipsado por las mismas lágrimas; las más amargas, las más copiosas: las del recuerdo.

Aún hoy, que la vida prosigo sin entusiasmo, de vez en cuando miro al cielo y veo aquel avión que nunca saldrá para El Sueño. En cambio, puedo verlo salir en muchos vuelos de rutina y destinos menores. Pero, al igual que esos trenes que pasan para no volver, aquel avión cargado de sueños dobles, ése, ése nunca saldrá por haberle cortado las alas un Cupido sin corazón, un mundo sin pies ni cabeza, la condenada tierra que siempre acaba por cubrir la Tierra de los Sueños.

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