Literatura

“Ojos de luna” (concurso de relatos breves San Valentín 2014)

Fue un segundo. Tal vez a la vista de cualquiera que anduviera por su alrededor fue tan solo un segundo efímero, con prisa. Pero para él no. Fue tan intenso y grande que abarcó en su cabeza durante relativas horas. Jamás había visto esa mirada, ni a la chica que la lucía disimuladamente entrecortada.
Estaba sentado en el parque como de costumbre esperando a que dieran las cuatro. Siempre esperaba en el mismo lugar, al lado de un chopo de tronco recio, dorado por la luz del otoño. Siempre hasta las cuatro. Solía apoyar la cabeza en sus manos, con los codos hincados en las piernas. Miraba hacia el suelo. Desde pequeño había pensado que cuanto más mirabas al suelo más posibilidades había de encontrar algo. Era una pequeña manía unida al brillo de la ilusión infantil que aun persistía en él. Esa ilusión de encontrar algo por sorpresa que no andabas buscando. Pues se le desbarataron aquellas ideas sobre lo enigmático que podía llegar a ser el suelo en una casualidad.

Levantó la cabeza, sin saber muy bien por qué razón, como un acto involuntario, y ella pasó fragante. Iba vestida con un jersey azul y unos vaqueros, desaliñada pero perfecta. La chica giró la cabeza apartándose el pelo de la cara y le miró. Sin querer. No retuvo la mirada mucho tiempo, solo el suficiente para que él pudiera ver su color y asomarse un poquito a ella entera.

La siguió con sus ojos hasta que desapareció entre la gente. No agachó la cabeza los minutos siguientes. Se quedó preso, inmóvil. Sintió tanta curiosidad por a donde se dirigiría la joven. Por esa mirada que tenía dibujada, tan suave, tan parecida al cielo. Qué tendrían sus ojos que le habían atrapado en un sinfín de preguntas y alcances. Eran las cuatro y diez. Era la primera vez que no cumplía su monotonía y decidió desquebrajarla por completo. La iba a encontrar, donde fuera, hasta donde hiciera falta buscar. El recuerdo parpadeaba en su cabeza, algunas veces lo veía con toda claridad y otras era un retrato del todo confuso. Tenía que apresurarse a encontrarla. Entró a todos los bares, preguntó a cada camarero y nadie reconocía esa mirada. Cruzó todas las calleas, las plazas. Miró en cada rincón esperando encontrarse con ella. La siguió buscando hasta anochecer. A la mañana siguiente. Las semanas siguientes. Ni rastro de la joven. Así pues, falto ya de tiempo y de paciencia, denegó la búsqueda.

Fue a esperar que se hicieran las cuatro en aquel parque de nuevo. Hacía un par de días que ya no buscaba. Se sentó, esta vez sin agachar la cabeza. Mirando hacia adelante pero sin intención de mirar a ningún sitio en concreto. Permanecía ensimismado, cuando alguien le tocó el hombro.

-Perdona, ¿esto es tuyo? –le indicó una voz dulce señalando una cartera de cuero negro.
-Sí, gracias, se me debe haber caído al sentarme.

De primeras no levantó la mirada, pero tuvo de nuevo esa sensación, ese acto involuntario, y la subió lentamente. Y sin querer, sonrió. Conocía esos ojos. Recordaba esa forma, ese color, lo que decían. Se quedaron mirándose.

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