Literatura

“Tu mano izquierda” (concurso de relatos breves San Valentín 2014)

¡Cómo puede dolerme la mano! ¡Te prometo que siento tu anillo presionarme el anular! Y este maldito picor en la palma… ¿Cómo puedo hacer para mitigarlo? ¿Me estoy volviendo loco? ¡No puedo más! Todo esto me decía y yo empezaba a calibrar si la tragedia le había afectado demasiado y sufría de alguna patología psicológica. Ya no sentía hacía él esa pena tan intensa de los primeros meses, ni ternura, ni tan siquiera compasión. Había pasado a una fase extraña en la que me sentía una mera espectadora, un testigo incrédulo que intrigado y expectante miraba –sin acertar a hacer quinielas ni pronósticos– lo que sucedía porque de verás me subyugaba.
Las primeras semanas vivía yo en una nube, no atinaba a entender del todo el por qué y mi mente me provocaba un bloqueo del que, si no hubiese sido por ayuda de expertos, no creo que hubiese podido salir. Iba y venía del hospital como alma en pena a sabiendas de que esa, precisamente, no era la mejor manera de ayudarle y hacerle entender que estaba a su lado, como antes, como siempre. Pero, sin embargo, no lo podía evitar y el hecho de que le hubieran de amputar la mano me hacía rebelarme en contra de todo y de todos. No podía entender cómo una injusticia tan grande podía sucederle a él que siempre es tan cordial, tan amable, tan bueno con el mundo y conmigo. Estaba deseando llegar a casa para gritar, para romper lo primero que me encontraba y para maldecir sin entender que eso a él no le servía para nada.

Odiaba el instante en cada día debía enfrentarme a ir a verlo y que la mirada –sin yo querer– se dirigía al final de su brazo esperando, absurdamente, que allí estuvieran todos: metacarpos, escafoides, semilunar, trapezoide, pisiforme, todas las falanges con sus articulaciones, los músculos, las uñas… Y me sentía fatal por ello, y por pensar dónde demonios la habían tirado, por satisfacerme el hecho de que fuera la izquierda siendo diestro y por mis silencios tan inoportunos y eternos. Me sentía zafia, ruin, despreciable.

La llegada a casa la recuerdo atroz. Desde el mismo día del accidente él no había vuelto a ella y yo había cambiado cosas de sitio creyendo que a él le ayudaría tenerlo todo más… a mano. Su mirada -a veces- era suplicante para que no le hiciera sentir incapaz con tareas básicas y elementales, y en otras ocasiones -esa misma mirada- volvía a ser suplicante pero para que yo adivinase esos momentos cruciales para que él no tuviera que pedirlo, inevitable y dolorosamente, ya que significaba que no podía hacerlo. Al principio –hasta que el instinto me rescató– siempre elegía la opción incorrecta.

Acostumbrada a dormirme cogida de su mano izquierda no hubiese querido que llegara nunca la “nueva” primera noche. Nerviosa me deslicé entre las sábanas y coloqué mi mano derecha donde siempre para esperar la suya. A los poco segundos, en el mismo instante en que había cerrado los ojos, estaba allí. Irreconocible, con sus durezas, su calor y su forma de acoger en la palma a mis dedos. Lejos de asustarme, revolverme y mirar con curiosidad lo que sucedía debajo del edredón seguí con los ojos cerrados. Me dejé llevar y me gustó sentir, más que nunca, sus dedos entrelazados con los míos y, notando que me caía una lágrima por la mejilla, me dormí. Como me duermo cada día.

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