Cartas al Director

A Pablo

En el horizonte y sin obstáculos que dificulten la visión… un campo de trigo o de girasoles, vetustos olivares, un rostro hermoso de mujer… El artista observa el armonioso paisaje desde su desvencijada silla de enea y frente a su lienzo en blanco; dispone cuidadosamente los diferentes elementos en cada una de las cuadrículas de su blanca tela.
A un lado, sobre una mesilla de madera plegable y cuidadosamente ordenadas, extiende sus pinturas; los pinceles, unos trapos limpios, tabaco de liar y papel, unas cerillas y un cenicero; al otro lado, tirada en el suelo, la mochila en la que porta todos sus utensilios, además de los artículos personales que se suelen llevar en una mochila.

Viendo esta escena nadie diría que un hombre de aspecto tan desaliñado pudiera ser tan ordenado y concienzudo a la hora de ponerse a trabajar. Su cuerpo sobresale de la pequeña silla por todas partes. Este –de casi dos metros de altura– lo cubre con un ajado pantalón de lino crudo ceñido a su cintura por un cordón de cuero recogido no se sabe bien de dónde, una camisa a medio abotonar que deja ver un pecho fuerte y unas espaldas anchas y un sombrero de paja para protegerse de una luz demasiado intensa y a la vez evitar que se distorsionen los futuros colores que poco a poco irá plasmando en su tela blanca. Sus pies calzan unas sandalias por las que asomaban unos dedos ennegrecidos y unas uñas demasiado largas. Sus manos, grandes como todo él, callosas y rematadas por unos dedos gruesos como los trazos de su pincel.

Todo en él hace pensar que aquel hombre ha nacido en tierras lejanas. Su altura, su pelo –aunque escaso– demasiado claro, el color transparente de sus ojos y por supuesto su acento, aquel acento que a pesar de los muchos años que lleva viviendo y recorriendo nuestras tierras se enreda en su lengua gorda encerrada en unos labios carnosos.

Son las primeras horas de la mañana de un día claro de Otoño; le gusta madrugar para disfrutar de las diferentes tonalidades que nos ofrecen las distintas horas del día, aunque, si bien es cierto, han habido días en los que no necesitaba madrugar ya que el sueño no había podido con él en la noche larga y jaranera; le gusta la cerveza y la conversación y es excesivo para ambas cosas. Hombre tremendamente culto, su inteligencia se atropella en su cabeza haciendo que en ocasiones su comportamiento llegue a extremos cercanos a la locura; quizás sea por ello por lo que intenta ahogar tanto ingenio en el alcohol efervescente de su dorada y adorada bebida “lupular”.

Observarlo en su trabajo, tan centrado, tan ensimismado, tan profundamente concentrado, causa admiración y controversia a un mismo tiempo; mirándole tenemos la impresión que una etérea esencia lo estuviera poseyendo o que esa musa inspiradora guiara su mano desde lo más profundo de su ser para poder así ofrecernos aquellos lienzos de luz intensa, tan geniales en la composición de sus colores, tan tremendamente vivos.

Gracias Pablo por haberte entrometido aquel día en mi vida.

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