A poco que rasquemos
Cuando cada semana vuelvo a poner en funcionamiento la maquinaria que me lleva a sacar a la luz un nuevo artículo intento, habitualmente, analizar lo trascendente, importante o diferente que nos han deparado los días transcurridos entre una entrega y otra, constituyendo este ejercicio, en muchas ocasiones, misión imposible, pues sucumbo semana tras semana a la batalla interior que supone la pretensión de encontrar aquello que verdaderamente considero digno de ser comentado a sabiendas de que para muchos de ustedes unas veces no pasarán de ser simples palabras que nada les trasmiten y esperando que para alguien el efecto sea el contrario.
Y todas las semanas, sin que ninguna quede exenta, porque ahí sí actúa un convencimiento absoluto, intento rascar la superficie de lo que se nos comunica para mirar un poco más adentro, para intentar acceder a la trastienda de aquello que nos hacen llegar desde cualesquiera que sean las voces o intérpretes, porque ahí, detrás, debajo de su cáscara, es donde en la mayoría de las ocasiones encontramos la verdadera molla de la cuestión acometida. La semana pasada el tema estrella que dibujó con mayor espacio la actualidad informativa fue la huelga que el 20% de los transportistas comenzaron el pasado lunes, y de eso resulta muy sencillo hablar. Todos vimos los piquetes cortando las carreteras, escuchamos las legítimas protestas que los participantes esgrimieron para explicar su causa, nos pusimos de su lado al comprender sus justas reivindicaciones, pues al igual que ellos la disparatada subida de precios la sufrimos todos en nuestras cuentas, y en su contra cuando la violencia firmó algunas de las reacciones y les alejó de la racionalidad de las mismas a golpe de incendios y atropellos mortales.
Con igual compás, todos sufrimos el vacío de las estanterías en los comercios de alimentación, las largas colas en las gasolineras y los carteles de Sin Servicio que por falta de combustible colgaron muchas de ellas al segundo día del levantamiento como falso indicador de la incidencia que estaba cuajando el paro en la sociedad, y digo falsa apariencia porque sin la extraordinaria colaboración de la locura colectiva que despertó la incierta e infundada posibilidad de la carencia de alimentos hubiese resultado materialmente imposible llegar a tales cuotas de desabastecimiento en tan escaso periodo de tiempo.
Y es aquí, en está desmedida reacción popular que afloró a la superficie a poco que se escarbó en la estabilidad que disfrutamos, donde voy a pararme. Porque no es nada nuevo lo proclives que somos a contagiarnos de rumores y temores que alguien lanza en un momento dado consiguiendo cegar las conductas más racionales y serenas, que en este caso desembocaron en un acopio propio de épocas pasadas con cartillas de racionamiento.
Me asombra realmente la escasa capacidad de mesura, la dramatización desaforada que lo acontecido despertaba en algunas señoras que, casi con lágrimas en los ojos, yo como testigo, pregonaban su agobio vital en una sucursal bancaria porque en un supermercado, solamente en uno, no había leche ni huevos, ante mi total incredulidad, mi indignación por semejante escena y mi desconcierto al comprobar la escasa confianza que en el Estado de Derecho y sus recursos se tiene todavía socialmente. Me parece inaudito que seamos incapaces de asumir con la madurez necesaria que en estos tiempos que vivimos sólo un gran desastre natural o conflicto armado tienen la suficiente fuerza para dejar a un país sin alimentos y que del resto de circunstancias o situaciones que puedan llegarse a dar se deben ocupar los que tienen la obligación de procurarnos el bienestar que tanto pregonan y que, no olvidemos, pagamos todos de nuestros bolsillos.