Abel, 20 años
Llego a las tantas de la noche (o de la madrugada; nunca me ha preocupado si es una cosa o la otra), con un trancazo de aquí a Islandia, y con los nervios creciéndome y saliéndome del cuerpo por todos los orificios (y sí, digo todos pero no puedo decir cuántos porque no me los he contado; sería algo de chalado mental ¿no?, de salir en la tele a la hora en que los niños meriendan grasas saturadas mientras sus madres las pierden en el gimnasio. Vaya contabilidad de mierda que llevan algunas familias con las grasas).
Llego y debería acostarme y abducirme hasta el lunes, pero tengo temblores hasta en las fotografías del bautizo en la iglesia de La Paz (ese temprano día y primer capítulo en el que uno empieza a ser protagonista de una historia cuyo argumento fundamental son los límites de la humillación; así va el teatro de la vida, copiando malas telenovelas de sobremesa). Debería acostarme pero persigo al frigorífico por toda la casa hasta que le arranco la puerta. Dentro hay tal variedad de cosas, con tal variedad de formas y colores, que siento un precario vértigo, una arcada preanoréxica, debido quizá, pienso (aunque decir pienso es mucho: mejor decir que imito decentemente el acto de pensar), a algún tipo de fotofobia o respuesta condicionada por el súbito golpeo de algún traumático recuerdo (¿La pérdida de un cromo? ¿La absurda visión de la pilila de un adulto? ¿No tener alas?) de la infancia, mientras con los ojos cerrados cojo una lata de cerveza y cierro la puerta. De camino al salón siento que la casa está deformándose como lo haría una promesa excesiva con el paso del tiempo, abombándose y haciendo bailar las tristes cosas que intentan cumplir la incomprensible función de adornar. Tengo que pasar tres veces por delante de la tele para coger el mando, y otras tantas para acertar con mi cuerpo en el centro del sofá. Me dispongo a abrir la lata, y entonces aparece mi padre con cara de pocos amigos (cosa lógica porque en realidad sólo tiene uno), se sienta a mi lado, y dice aquello de qué voy yo a hacer contigo. Me mantiene la mirada, como queriendo ver algo dentro de mí, pero en sus velados ojos rebota un vacío. Y entonces ocurre. La suma de sustancias alucinatorias que actúa en mi cerebro cumple su cometido ancestral: desvelar la verdad. Su poder recompone la cara de mi padre en otro rostro parecido al suyo, pero con otra alma, y comprendo que mi padre no es mi padre. Mi padre es mi tío. Me siento aliviado. Tengo ganas de decírselo inmediatamente, pero decido dejarle sufrir una noche más su condena de padre. Mañana se lo diré. Y se alegrará, ya lo creo, porque con lo desastre que soy, ¿quién no desearía librarse de una responsabilidad así? ¿Acaso no es eso lo que todos añoramos? ¿Ir soltando lastre, vaciarnos, transparentarnos, ser sólo el que juzga a los demás? Mañana se lo diré y le haré feliz, y por fin todo empezará a ir bien entre los dos.