Al mirarlo de perfil una tiene vagamente la impresión de estar mirando a un reptil
Le ordeno que se quede en la oficina después de la hora legal del fin de su jornada de trabajo. Es un empleado de bajo rango que lleva poco tiempo con nosotros. Tiene 24 años y casi 2 metros de altura. Su masa corporal es contundente y está perfectamente distribuida. En cambio, tiene una cabeza pequeña y una cara extraña. Al mirarlo de perfil una tiene vagamente la impresión de estar mirando a un reptil.
De modo que no se puede decir que sea guapo, pero tampoco desagradable. Es más como si todo el desarrollo evidentemente sexual de su cuerpo hubiera encontrado algún escollo al llegar a la cabeza; sí, como si hubiera tenido un desfallecimiento compositivo allí arriba, como si se le hubiera acabado el material genético adecuado. Pero lo importante es que hasta el cuello tiene la cantidad de carne exacta y en el sitio adecuado para recordarme que no vamos a vivir siempre. En cuanto a cuestiones menos tangibles, hay que decir que es un chico dócil y educado; tímido de esa forma limpia y resplandeciente en que algunas personas son capaces de estar en un sitio sin hacer nada y sin embargo conseguir que toda la silenciosa acción mental de los que les rodean gire en torno a ellas. Pero cuando habla sale a primera línea la evidencia de que no es precisamente muy espabilado. Su tono de voz tiene un ligero engolamiento debido más a una educación excesivamente sobreprotectora y clasista que a una presunción deliberada. Y sus temas van desde la motivada cháchara sobre duras sesiones de pesas en su gimnasio habitual 24horas/7días hasta las exóticas composiciones de complejos multivitamínicos y anabolizantes. Aunque estoy segura de que con el trato adecuado será capaz de hacerlo avanzar hacia una fase vital un poco más adulta y significativa. [Pausa.] Le digo que entre en mi despacho y cierre la puerta con el seguro. Ya he atenuado las luces, porque sé que, como a casi todo el mundo, le intimida la efusiva decoración vegetal que abruma desde suelo, paredes, techo y mobiliario. El verde solamente es interrumpido por un cuadro de grandes dimensiones con agresivas salpicaduras de color rojo. Le ordeno que se quite la ropa. Se desprende de todo menos de su slip rojo de Calvin Klein y sus calcetines deportivos Ted Baker blancos con sus talones y punteras grácilmente coloreados en amarillo. Le reitero que cuando digo todo quiero decir exactamente todo. Se desprende de lo nombrado y se tapa con infantil pudor el órgano copulador. Le aparto las manos, se lo agarro y lo arrastro hasta la mesa de reuniones. Lo tumbo boca arriba y me siento encima de él. Empiezo mi danza de apareamiento inmovilizándolo con mis brazos a modo de presas ganchudas. Acerco mi boca hasta su oído y le libo ásperamente la oreja izquierda. Siento cómo su cuerpo se convulsiona bajo mi maternal abdomen. Y cuando preveo que la erupción está próxima a llegar, le susurro que la naturaleza es sabia, que pone a cada uno en su lugar, y que su último cometido como macho va a ser proporcionar esperanza a la especie prestando su cuerpo y su material genético a la hembra dominante, que desgraciadamente es estéril, pero que no ha perdido su instintivo sentido de clase y su apetito primigenio. Su pelvis realiza un corto espasmo, y yo me inclino hacía su cuello decidiendo si le despido primero para que le duela y le muerdo después con ánimo consolador, o si directamente lo devoro sin contemplaciones como el simple y nutritivo reptil que es.