Opinión

Alas de cristal

Si han caído civilizaciones antiguas, si se han desplomado grandes imperios, si se han diluido sólidos sistemas políticos –casi inamovibles–, si se derrumbó el muro de Berlín y, más recientemente, importantes redes financieras, ¿cómo nos sentimos tan seguros? Si se han evaporado las torres más altas y el mundo está construido sobre un castillo de naipes, ¿por qué tenemos la soberbia de pensar que lo tenemos todo y todo está bajo control?
Es bueno soñar, lícito planificar episodios para el futuro y es hasta recomendable dar un repaso al bienestar de nuestras obligaciones cotidianas, pero siempre con la sensación de la caducidad, de que las cosas son efímeras y la vida misma un tránsito fugaz. No hay que confiarse en ninguna estabilidad eterna. Ni siquiera los astros la tienen garantizada.

No nos engañemos si pensamos que vivimos ejerciendo un dominio y que todo a nuestro alcance está supervisado. Nuestra especie, esa que llamamos humana, es una sociedad de seres inteligentes pero limitados, somos seres que creemos que no tenemos acotaciones y que nombramos a Dios en múltiples ocasiones y casi siempre en vano. Presuntamente somos libres, pero en realidad somos esclavos de un acoso sistemático de un mercantilismo camuflado hasta lo invisible.

Creemos alcanzar una felicidad creada y artificial y cuando la rozamos se nos hace más inalcanzable todavía, porque las expectativas iniciales mutaron su idea y aumentaron su nivel de exigencia. Nos adentramos en un laberinto de desajustes que nos generan mayor ansiedad y más frustración. Y cada escala de valores, muy personales, va mudando de casa y de peldaño. Acabamos por deambular por la vida como almas en pena, casi mendigando el calor, el cariño y la estima.

No nos engañemos. Creemos ser libres y gritamos libertad. Reivindicamos el vuelo sin alzarnos un palmo. Nos montamos en una aureola de sueños imposibles dejando tras nosotros una estela de desengaños en nuestra huída. Ansiamos volar y tenemos las alas averiadas y cuando queremos levantar la voz se pierden nuestras voces y nuestros llantos, no escuchadas y olvidados, en los ecos que se desvanecen en los conductos de la lejanía.

No somos tan fuertes, porque al mínimo temblor palpitamos con él. Tampoco somos tan longevos, porque cualquier día nos roza la desgracia y sucumbimos con ella. Y nunca volaremos alto –ni siquiera en nuestros libres sueños–, porque nos imanan las raíces de nuestra tierra y, qué contrariedad, nos desplazamos con hélices de papel.

Pero hay que seguir por los caminos pedregosos y de adoquines puntiagudos. No nos queda otra. Hay que seguir hasta el final de cada uno y una de nosotros, con las fuerzas que nos queden y aleteando nuestras frágiles alas de cristal.

Fdo: Juan José Torres

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