Alguien se ha tirado un pedo en misa
El hecho al que me refiero es verídico, como pueden atestiguar las personas que asistieron la tarde del sábado a la misa de siete en la Congregación de la Santísima Trinidad. Desconozco la identidad del pedorro infractor y, lo que es más importante, sus verdaderas intenciones.
Hace años circulaba un chiste político, disfrazado de anécdota ficticia, sobre Tarradellas, el que fuera presidente de la Generalitat catalana en el exilio hasta su regreso a España tras finalizar la dictadura franquista. Se dice que, en una reunión con consejeros, uno de ellos se atrevió a inquirirle: señor Tarradellas, ¿se ha tirado usted un pedo?. A lo que el aludido contestó, no sin cierta flema, se me habrá caído, porque yo tirar, no tiro nada.
Aunque la pretendida gracia es una insolente burla sobre la estereotipada y supuesta avaricia de los catalanes, en el fondo y en la forma no deja de humanizar y desacralizar la mítica figura del cargo institucional, recurriendo a lo escatológico.
El ser humano, como decía el filósofo, es un animal social. Y su comportamiento en público se ve supeditado a un sistema de conductas lleno de convencionalismos. Muchas veces no es el hecho en sí lo que determina su improcedencia o impertinencia, sino la situación en la que se produce. Tirarse un pedo es, además de una necesidad fisiológica, una práctica íntima, normal y, en algunos casos, hasta habitual. Sin embargo, ventosear en presencia de otras personas puede considerarse una falta de respeto, una grosería o una ofensa. A no ser que el ambiente sea propicio para actuar de ese modo, bien porque haya mucha confianza o porque las reglas dictaminen que se va a tomar como una acción desprovista de cualquier sentido trascendente.
Me gustaría pensar que aquel o aquella que dejó escapar la flatulencia el otro día durante la celebración religiosa, no lo hizo conscientemente como una provocación revolucionaria ni anticlerical o como una muestra de desconsideración hacia los feligreses. Creo más bien que fue un desafortunado despiste de un anciano o una anciana que, eso sí, no pasó desapercibido. Aunque nadie exteriorizó ninguna reacción ni recriminó la laxitud del esfínter, la procesión iba por dentro para el avergonzado o avergonzada penitente que tenía el pecado oloroso pegado a su culo.
Otra cosa es que en sede parlamentaria sus señorías se atrevan a decir se la sopla, se la suda o se la trae al pairo. Entonces esas palabras resuenan como un estruendoso pedo en los oídos de los diputados y las diputadas. Si bien el aludido, Mariano Rajoy, responde sin exaltarse como suele hacer, con una parsimonia insulsa e impertérrita.
La rica diversidad de tacos que se incluye en la lengua castellana es una expresión válida de la cotidianidad de la gente de la calle. Pero no implica que se tenga que sucumbir a una rabanera soflama en el Congreso para acaparar, por lo excepcional, minutos del espectáculo televisivo.
La ingeniosa retórica de los políticos del primer tercio del siglo XX nada tiene que ver con los discursos de sus actuales colegas, que quieren homenajear a la plebe hasta llegar a la demagógica caricatura. Aunque a Pablo Iglesias le haya dado últimamente por vestirse con estilosas chaquetas, sigue siendo el joven pedorro, tocapelotas y enfant terrible de siempre.