Andrés Ferrándiz El Cínico
Queridos lectores: os escribo desde el fondo de mi bidón de horchata; desde la inquietante oscuridad de este barril de acero inoxidable que me protege de la calina, de los mosquitos, de las exaltaciones, de la peste de los contenedores y del ruido de los ciclomotores. Este hecho, el de vivir oculto dentro de un recipiente diseñado en principio para albergar coyotes, horchata, leche merengada, agua limón, agua cebada, y no Hombres, me ha llevado a ser comparado con Diógenes el Cínico; aquel filósofo griego que no disponiendo de un lugar donde vivir decidió alojarse en un barril; aquel que en verano se revolcaba en la arena ardiente y en invierno abrazaba las estatuas cubiertas de nieve para ejercitarse ante cualquier tipo de adversidad. Es posible. Nunca lo había pensado, pero en el fondo puede que sea un cínico. Sobre todo si partimos de la idea de que un cínico es aquel que desprecia los bienes materiales, los placeres, las pasiones, las normas sociales y los lazos nacionales. Aquel que no sale de nada, que no pertenece a escuadra ni a comparsa alguna. Aquel que valora más una vida salvaje que otra sometida a las reglas del rebaño, una vida sencilla que otra refinada y alienante, y lleva a cabo un modo de vida ascética, de abstinencia y autodominio.
Podría ser un cínico, no lo sé. Lo que sí tengo claro es que Villena, nuestra ciudad, padece, y ha padecido siempre, el Síndrome de Diógenes. Un síndrome que se caracteriza, entre otras cosas, por el aislamiento social y el abandono de la higiene. Es sabido que quienes lo padecen pueden llegar a acumular grandes cantidades de basura y desperdicios en sus domicilios y mostrar una absoluta negligencia en su autocuidado y en la limpieza del hogar. Tal vez por ello, el M.I. Ayuntamiento se haya visto obligado a lanzar la ya de sobra conocida campaña Villena ¡te vamos a poner guapa!. Una campaña tristemente necesaria que recuerda, en parte, a la que las dietas, la gimnasia, el marketing, la industria y otras cosas que no sabemos, han llevado a cabo con Rosa, la ganadora de la primera edición de Operación Triunfo. Una chica de pueblo entrada en toda clase de carnes y embutidos transformada de la noche a la mañana en icono sexual de la España más profunda, para hacernos creer a todos que la felicidad estriba únicamente en perder peso y mantener la línea. Esto nos hace prever que cualquier día veremos al Koala depilado de pies a cabeza, rodeado de putones/as, moviéndose ante las cámaras como Chayanne. Yo por mi parte, qué quieren que les diga, nunca le he puesto pegas a ningún cuerpo. De niño me gustaba hasta Desi, la de Verano Azul. Tan sólo lamento no haber tenido mayor capacidad y aptitudes para ligar. La timidez, los complejos y un extraño aspecto físico nunca me ayudaron a triunfar entre las féminas. La adolescencia, he de reconocerlo, me sentó fatal. El hecho de asistir durante ocho años a un colegio religioso donde sólo había niños y la falta de información por parte de mis tutores me convirtieron en un auténtico desconocedor de todo lo relacionado con el sexo y sus placeres. Nada sabía del sexo opuesto ni del mío propio. Pensaba, por ejemplo, que la monogamia consistía en abusar sexualmente de un primate, o que un tampón era un petardo. Unas fiestas, le gasté a mi madre una caja entera de Támpax. Los ponía en las tribunas, encendía la mecha, pero nunca llegaban a estallar. Puedo deciros, por tanto, que descubrí la sexualidad a través del escaparate de Pujalte y del anuncio de Fa. El primer top-less lo presencié en la Playa de San Juan. Ella era una exuberante alemana de metro ochenta, piel dorada, pechos turgentes y larga melena rubia. Yo, un pre-adolescente de doce años, bajito, escuálido, con un bañador de palmeras del Mercado, una camiseta de tirantes de La Casa de las Medias, una gorra de Ferretería Ferri, piel blanquecina, voz de robot, la cara llena de acné y una suave pelusilla negra aflorando en el bigote. Nada más verla me enamoré de ella. Cada día bajaba a la playa y la buscaba con la intención de extender mi toalla del Naranjito lo más cerca posible de su cuerpo. A día de hoy, todavía no he podido olvidar aquellos momentos. Supongo que ella sí lo habrá hecho
El caso es que mi afición al pecadillo de Onán me llevó años más tarde a escribir algunos libros relacionados con el tema. Algunos de ellos se titulaban: El onanismo como alternativa al fracaso en la verbena, Técnicas para no aburrirse en las tribunas mientras se espera la Diana o La tercera mano: Cómo amarse uno mismo enrollado en una capa sosteniendo en una mano una mata de alábega y en la otra un calentito. También destaca la trilogía compuesta por las novelas: Tócala otra vez, Sam, No te la toques tanto, Sam, y ¡O sales del cuarto de baño o tiro la puerta abajo, Sam!. De todas formas, la mejor obra de aquella época es un ensayo que afronta una de las grandes paradojas de nuestras Fiestas. Tras varios años de trabajo y documentación, y tras analizar las clasificaciones de todos los campeonatos de ajo, gachamiga, truque y parchís celebrados en nuestra ciudad, comprobé que, prácticamente, todos los campeones de gachamiga y truque eran hombres. Por el contrario, las modalidades de ajo y parchís estaban dominadas básicamente por mujeres. El caso es que, si observamos con detenimiento los movimientos que se han de realizar para elaborar un mortero de ajo, nos daremos cuenta enseguida del paralelismo que existe con el modo masculino de obtener placer de forma individual. Lo mismo sucede con el parchís. Piensen sino en los movimientos que se realizan al agitar el cubilete antes de arrojar el dado sobre el tablero. Se trata de movimientos y actos típicamente masculinos que han pasado a ser dominio de las mujeres. No diré nada más, pero me parece estupendo. Los tiempos, definitivamente, han cambiado. Que cada uno y cada una piense y saque sus conclusiones.