Cultura

Aquella del lenguajo

Qué será con otro nombre el amor, a qué sonará el templado tomate, ¿matará un algodón que es un sable, ladrará un perro llamado halcón? ¿Y si antes de esta civilización, aquel que descubrió nuestro enclave con tal de no entretenerse en detalles a éste Madrid lo bautizó Japón? Como en el bar rellena el crucigrama hay quien sabe igual ganar el dinero en la academia de nuestras palabras, presumiendo de ser él el primero en corregir al pueblo las erratas mientras evita pensar que a los demás nos la suda.
Terminada la colección semanal del periódico Público, el domingo llegó el momento de reencontrarse con viejos conocidos algo abandonados. Así que entré en mi papelería habitual y salí de allí con el ABC bajo el brazo. Como suele ocurrir cuando retomas una relación que has descuidado, los primeros minutos fueron incómodos y hostiles. Igual que en este encuentro cuando al llegar a la famosa Tercera encontré el pegajoso y reiterativo texto de Rodríguez Adrados. La página a su disposición mascullaba una única idea, la única lúcida que el académico tuvo respecto al tema tratado: la mutación del castellano. Su idea, valedera eso sí de su posición, sostenía que ciertas alegaciones presentadas por el movimiento que lucha por un lenguaje no sexista, incurrían en un error al confundir género y sexo, y que al hacerlo transformaban la lengua en una cuestión sexual, sexista. El planteamiento es digno de tener en cuenta, pero aún así apenas abarca una pequeña parcela del conflicto. Y entonces, ¿cuáles son las otras parcelas?

Les diré que si prestan atención más allá de la anécdota pronto las verán claras. Verán que la compresión es más sensitiva que racional: se alcanza a través de la empatía y se oscurece al usar la razón. Imaginen, hagan la prueba, a un niño de seis años jugando con cuatro niñas, el profesor dice: “todas a clase”… y del mismo modo se dirige al grupo durante todo el día. Pronto, si no me equivoco, el niño acabará diciendo al profesor que “él no es una niña”. Se trata de una reacción natural por parte del niño ya que se siente excluido o incluido en un conjunto donde se siente diferente. La pregunta entonces es la siguiente: ¿ocurre lo mismo a la inversa, si es una niña junto a cuatro niños la que vive la situación? No. El motivo es que la niña está habituada a esos usos del lenguaje. En tal caso, ¿podemos negar que nuestra lengua supone una descompensación en relación al sexo? Para terminar de rumiarlo les diré que gracias al empeño de ciertas asociaciones ya no es sólo Pepito quien tiene ocho manzanas y regala dos: en los libros de matemáticas ya aparecen Juanita y Silvia, y Ana y Encarnita averiguando cuántas manzanas les quedan. ¿Les parece mal?

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