Aquella Navidad yo era un niño de ocho años en medio de una tormenta silenciosa
Era Navidad y yo tenía ocho años. Por supuesto que no recuerdo que en aquel momento yo fuera consciente de la edad que tenía, solamente era un niño, pero el severo administrativo que hay aquí dentro [se señala la sien con el dedo índice de la mano izquierda] llevando la ingrata contabilidad de la memoria no para de juntar datos y fijar imágenes y poner marcas en esta o aquella fecha con la absurda idea de recrear y retener un tiempo que en realidad es inaprensible.
El resultado es que sé que aquella Navidad yo era un niño de ocho años, un niño que vivía sumido en mundos de fantasía en los que viajaba por el espacio y peleaba contra monstruos horripilantes y salvaba a niñas que estaban cautivas en cuevas penumbrosas; y lo que sí recuerdo perfectamente de aquellas fiestas es que el ambiente en nuestra casa, en el mundo real, era una extraña mezcla de dulzona decoración navideña y de acres silencios entre forzados gestos de normalidad. Y también recuerdo que para mí lo más importante era que llegara el momento de correr al salón y recoger y abrir los regalos que los Reyes Magos me habrían dejado bajo el árbol. Tenía una ansiedad que me devoraba, y me pasaba todo el tiempo preguntando cuánto faltaba para que llegara el instante pasmoso de los regalos. [Pausa.] Y después de unas jornadas de visitas de familiares y amigos con semblante circunspecto que susurraban en corrillos y movían lentamente la cabeza como si tuvieran ligeras molestias en el cuello, llegó el día del incomparable éxtasis de romper el papel de envolver y sacar de la caja el glorioso objeto de mi impaciencia. Era un equipo médico compuesto por bata blanca, estetoscopio, termómetro, martillo de reflejos, vendas, botellitas con cartelitos de alcohol y agua oxigenada, pinzas y unas fichas. Me puse la bata blanca y crucé sobre mis hombros y por detrás de la cabeza el estetoscopio tal y como había visto que lo hacían los médicos en el hospital. Mi madre se arrodilló frente a mí y me dijo que estaba hecho todo un doctor, pronunciando la última palabra con un tono que quería ser cómico, pero que hoy reconozco en la distancia como amargo. Le dije a mi madre si podía enseñar mi regalo a papá, y después de unos segundos mirándome fijamente a los ojos, asintió sin decir nada. Recorrí el largo pasillo hasta la pequeña habitación del fondo de la casa. Abrí la puerta con el cuidado que un niño se toma para entrar en un lugar misterioso y al mismo tiempo revestido de un valor casi sagrado, y caminé hasta la cama. Mi padre estaba acostado, y al sentirme cerca abrió los ojos y giró la cabeza para sonreírme débilmente. Dijo hola, doctor, con una voz temblorosa pero que quería simular teatralidad. Yo le mostré mi estetoscopio y mi termómetro de juguete, y le respondí que iba a curarle. Mi madre me había seguido y nos miraba desde la puerta. Me incliné sobre el flaco pecho de mi padre y le ausculté. Él puso cara de paciente disciplinado. Después le coloqué el termómetro en la boca y él lo apretó levantando un poco la barbilla. Tras uno segundos se lo quité para observarlo con severidad. Dije no hay problema, tómese esto [le acerqué la mano con una píldora mágica que él hizo el ademán de tragar con frágil glotonería] y mañana se habrá curado. [Pausa.] Mi padre murió unos días más tarde, pero durante toda mi vida he recordado aquel momento con una inmensa y rara felicidad. [Pausa.] Aquel equipo médico de juguete y aquel momento fueron los últimos regalos de mi padre. Póngales precio.