Arde Londres
Este Londres olímpico de ahora que nos embelesa no es el Londres agitado que conocimos por estas fechas el verano pasado. Entonces, también principios de agosto, aterrizamos en la capital británica y la ciudad se deshizo en una pira de fuegos e incertidumbres. Tiroteado por Scotland Yard, la muerte de Mark Duggan, veintinueve años, padre de tres hijos, desató el infierno: incendios, robos y muertes colaterales. Días más tarde en Birmingham, en Windsor Green, un vehículo atropellaba a tres jóvenes de origen asiático que trataban de proteger sus negocios. Tensión interracial, saqueos, rotura de escaparates, asaltos a tiendas, vandalismo, turbas, bandas callejeras...
Desde Tottenham, donde la comisaría donde prendió la llama, la violencia improvisada se extendió por la ciudad. Porque la protesta fue desbordamiento. Un barrio un día; otro, otro día. Y de Londres a Liverpool, a Manchester, a Birmingham. El caos explotando. Escaparates reventados, añicos de cristales, quema de vehículos y casas. Un típico autobús londinense, ardiendo, exageraba su color rojo. Como un ninot de falla. Como un monigote de hoguera. Adolescentes encapuchados y cuadrillas pijas de niñatos y niñatas maleducados, explotando la tensión de la aventura para correrse en emociones que al tiempo y luego se supo que hubo quien se lo tomo como yincana formaron el maremágnum de inquietudes. La familia dolida y doliente pidiendo paz pero... Continuó el mezclijo: sed de justicia y sed de aventuras, hambres de pan y hambres de móviles, reivindicación de derechos y delincuencia. Cada uno a su bola. Revolución sin filósofos. Cada uno con su guerrilla urbana, callejera. Guerrilla doméstica. Un self-service, un buffet libre bebidas incluidas de violencias diversas. Reivindicadores de trabajo, de justicia, hartos contra la pobreza, contra las injusticias; pero otros... Sólo chusma. Señorío solidario y..., otros, egoísmo. Todo en confusión de disturbio. Antisistema y despojos del sistema, necesitados y víctimas del consumismo compulsivo. Unos robando alimentos; otros, televisores. Disturbio turbio. Algarada. Miedo... Gabinete de urgencia, gabinete de crisis en Downing Street.
Los escaparates fueron vaciados para evitar los robos en Oxford Street, río de consumos donde los establecimientos populares como aquel en el que las limpiadoras barren frecuentemente las perchas como si fueran cáscaras de pipas en plaza de pueblo de veraneo se entremezclan con tiendas muy selectas. Urnas hueras. Peceras sin peces. Y el amistoso Inglaterra-Holanda en Wembley suspendido. Para algunos lo más preocupante. Si en Inglaterra se suspende un partido de fútbol, la cosa ha de ser muy grave apostilló alguien con pretenciosa erudición en sociologías.
Por donde nuestro hotel, en el barrio de Kensington, había paz; pero nadie sabía. Incertidumbres de la sorpresa. Un no saber por dónde iban a explotar los siguientes conflictos. Coches de policía y de bomberos para acá, coches de policía y de bomberos para allá. Helicópteros. Estridencia de sirenas. Ruidos de inquietud. Preocupación. No pasaba nada pero de inmediato podía pasar. "Anarchy Spread" (la anarquía se extiende) titulaba algún periódico. Sambenito semántico para el anarquismo que lo asocia al desorden. Y en esa extensión que no era de aceite crudo sino de aceite friéndose salpicado de agua, la calma era tensa. Porque no se sabía dónde podría ser la próxima hoguera: en Ealing Broadway, en Croydon, en... Alimentaba la intranquilidad el miedo al azar, a la mala suerte de coger un metro hacia un lugar equivocado que podía convertirse en polvorín. Tiendas cerradas antes de hora por si acaso.
En un pub, tomando unas pintas, el televisor emitía imágenes de los disturbios. Nos arrimamos a la pantalla y, acercándose a nosotros, un paisano, intuyendo que no sabíamos inglés, señaló hacia la tele llevándose el dedo índice a la sien.