Arroz meloso: una historia de amor sin caldo (I)
Finalizado el ciclo dedicado a la sexualidad, intentaremos adentrarnos a partir de hoy en los intrincados y confusos territorios del amor. El amor, como diría María Moliner, ese sentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se manifiesta en desear su compañía, alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo. Y hablaremos de amor porque nos hallamos a las puertas de celebrar el día de San Valentín. Ese romántico catorce de febrero, en el que todos los objetos adoptan forma de corazón, ese día destinado a los enamorados, esa onomástica con ánimo de lucro, impregnada de matices comerciales y mercantilistas.
Así que pronto comenzará ese pintoresco ir y venir de amantes portando orquídeas, cajas rojas de Nestlé y frascos de colonia con after shave de regalo. Se reservarán habitaciones en todos los hoteles y mesas en todos los restaurantes, habrá diamantes para siempre y mensajes que nos digan hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana.
Por todo ello, hoy debo hablaros de amor, y por eso he querido escoger una historia que a todos conmoverá. La historia comienza un sábado a medio día, cuando una furgoneta dotada de un rudimentario sistema de megafonía anuncia a viva voz, por todas las calles de Villena, la venta de arrope y calabazate (por cierto, hay nuevas teorías que sostienen que la voz que sale por los altavoces no es humana y opinan que se trata de una psicofonía grabada en la casa de las Fuentes). Pues bien, en ese momento, Paco, soltero y sin compromiso, excombatiente del ejército republicano, arcabucero jubilado y socio del Villena, baja a la calle dispuesto a comprar una ración de tan dulce manjar envuelto en un batín de cachemir, oliendo a Brummel y llevando en la mano un tarro vacío de mayonesa Solís. Junto a la furgoneta, haciendo cola, se encuentra con Paca, vestida con un salto de cama y una bata de La Casa de las Medias, fiel votante del PP, que en más de una ocasión ha llegado a soñar que Don Manuel Fraga Iribarne la seduce, colándose en su alcoba vestido de cuero negro, portando un látigo y un antifaz. Paca había enviudado desde el mismo momento en que a su difunto marido, un rodador de bandera de la comparsa de Cristianos, lo arramblara un tren de cercanías con destino Madrid-Chamartín el día nueve de septiembre, durante la despedida de la Virgen, tras ponerse a hacer cabriolas con la bandera en medio de la vía.
En este preciso instante es cuando entra Cupido en acción, un pequeño querubín vestido de ballestero, como los de antiguamente, con una casaca amarilla, un pantalón de panilla verde y un gorro a lo Robin Hood, y con las flechas de su ballesta, envenenadas de amor, atraviesa el corazón de nuestros protagonistas haciendo que se enamoren perdidamente el uno del otro. A partir de ese preciso instante, pese a sus discrepancias políticas e ideológicas, deciden unir sus vidas, sus cartillas, su colesterol y sus pensiones y cohabitar bajo un mismo techo, ajenos a las malas lenguas y a los comentarios de la gente. En cuanto a Paco, hay que decir también que, hasta el momento de conocerla, era uno de esos hombres que siempre lleva en la cartera un calendario mágico. Me refiero a uno de esos calendarios con la foto de una chica semidesnuda cuya ropa interior desaparece al pasarle por encima un dedo mojado en saliva. Paco, además, sólo sabía hacer ajo y gachamiga y comía todos los días de menú en la Baralida. Pese a todo ello, Paca lo ama con locura y le promete, invadida por una mezcla de compasión y ternura, cocinar para él buenos platos de caliente, asegurándole que todos los domingos, al volver de la Virgen, comerán arroz meloso, la comida preferida de ambos.
Continuará