Bajo el sol cancerígeno de agosto veo crecer llagas en mis ojos cuando… (I de III)
te miro, oh, ninfa adolescente que emerges del mar cegándome con los dorados rayos de sol que se reflejan en tus brackets para corregir unas enloquecedoras diastemas de tus incisivos superiores. Nadie más de las grasientas formas de vida que sestean en la playa sufren tu cruel magia reflectante gracias a la oferta de Tchin Tchin by Afflelou de un segundo par de gafas de sol graduadas por tan solo 1 más; pero yo nunca he tenido 1 de más
Sales del agua y vienes hacía donde yo estoy dando saltitos sobre la arena, volviendo locos a los satélites militares de geolocalización, con tus dieciséis años y tu metro noventa en topless exudando una freudiana provocación debido a que tus pechos de dimensiones astrofísicas desafían todas las leyes naturales de la oferta y la demanda. Me digo, ingenuo, que debe haberte llamado la atención mi traje de bonobo (Pan paniscus, también llamado chimpancé pigmeo), y que las hormonas de saltamontes costero que llevo meses inyectándome han despertado en ti una fantasía instintiva de supervivencia de la especie, pero cuando llegas a donde yo estoy no detienes tu carrera y pasas de largo sin mirarme, con esa suficiencia aparentemente despreocupada de meteorito que inflama la atmósfera a su paso, y la sombra que brevemente proyectas sobre mí tiene el tacto de esos recuerdos borrosos de las primeras vacaciones de verano de la infancia, cuando mal organizados en patrullas cazábamos insectos y dinosaurios en los precarios parques temáticos de nuestra primitiva imaginación. Sí, ya sé que mi coeficiente intelectual de bonobo no ayuda a que alguien como tú, con un coeficiente intelectual de 180 en la escala sismológica de Richter, se detenga y establezca una auténtica relación emocional del tipo eh, tú, mira, se te está derritiendo el plástico de esa tiernamente sexy careta de bonobo. Sí, ya sé que soy un iluso que cree en las bienaventuradas redes del destino y en los ungüentos contra la fatalidad preparados con fosforescentes crustáceos abisales triturados, pero de verdad tenía confianza en que te detendrías a mi lado y te tumbarías junto a mí y yo bebería embriagador vino caliente en el hueco de tus axilas francesas. Ahora te veo alejarte en dirección a mi pasado, un monstruo hormonado lleno de tentáculos que escupe feromonas como un dragón pubescente de Disney, y en tu huida dejas tras de ti tórridas corrientes de aire diseñadas con programas de dibujo vectorial, con la braguita de tu bañador llena de logotipos de compañías dedicadas a la venta franquiciada de hamburguesas de vacuno, con tu pelo flameando cual barbecue de Minnesota, y empieza a crecer dentro de mí un vacío semejante al que dejó la muerte de Michael Jackson en su cirujano plástico, un vacío tan grande como la suma de todos los huecos de todos los donuts del mundo, porque yo creía ardientemente que también merecía vivir un inolvidable y eterno amor adolescente de verano, una breve y lírica epopeya escrita con cálidos fluidos y tontas frases inacabadas y bonos descuento de hasta el 40 % en la entrada a Aqualandia, pero ahora ya sé que mi sueño no tendrá música de buen rollo como en esos anuncios molones de cerveza, ni beso al contraluz con puesta de sol al fondo, sino llagas en codos y corvas provocadas por un traje de bonobo de materiales plásticos no reciclables confeccionado en Bangladés y comprado en eBay sin gastos de envío gracias a una promoción que expiraba a medianoche como una luciérnaga miope tratando de atravesar troposfera y estratosfera y mesosfera y termosfera y exosfera para intentar copular loca y perentoriamente con la luna.