Bajo el sol cancerígeno de agosto veo crecer llagas en mis ojos cuando… (III de III)
te miro, oh, mi parca pero eficiente gerocultora de edad ya imprecisa que arrimas la cuchara de sopa a mis torpe boca temblorosa que casi no es capaz de sorber y derrama gotas doradas y calientes sobre el babero blanco con el nombre de la institución bordado en graciosas letras redondillas de color violeta algo fúnebre y poco reconfortante para alguien como yo que,
postrado en esta silla de ruedas y con el cuerpo convertido en un penoso dummy donde el tiempo ha probado todas las formas de dolor, apenas puedo mover la cabeza y no puedo hablar salvo gruñidos y espero el fin de los tiempos con la rabia resignada de quien está camino del desván de la historia, pero con la cabeza llena de niebla emocional y ruido sintáctico y textos canónicos troceados sin piedad como para una sorda menestra recalentada. Porque todos los textos de amor que he leído a lo largo de mi vida de profesor de lenguas muertas, entrecomillados con uñas sucias y anotados groseramente a pie de página, ahora me asaltan con la desleal tarea de convertir mi enmarañado mundo interior en un manifiesto opresivo sobre la pérdida de significados y objetivos románticos. Oh, mi neumática y floralmente aromatizada auxiliar de geriatría, te veo con mi único ojo realmente decente limpiar mi babero con esa expresión de entomólogo atento pero distante, y en mi mente calenturienta flotan corpiños apretados en cuerpos expansivos y fotos de señoras confusamente amigables impresas en dobles páginas centrales manchadas de restos de bocadillos de atún y cartas de amor escritas con la risible vehemencia de un adolescente hormonalmente chiflado, y un embate de nostalgia me aprisiona como una serpiente pitón seductora e histérica. Porque en mi cuerpo anciano e inmóvil guardo tanta nostalgia como para llenar con ella mil programas de televisión de ¡Qué Tiempo Tan Feliz! o los deslumbrantes tanques de mil refinerías de la compañía Shell o mil álbumes de grises fotografías antiguas tomadas con la plana inocencia de un pastelero sin vocación. Sí, ya sé que el estricto cumplimiento de la mecánica asistencial sociosanitaria nos coloca en universos distantes, pero si fueras de capaz de leer en el brillo de mi único ojo realmente decente la explosión térmica de dimensiones astrofísicas que quema en mi pensamiento cantidades no medibles de hidrógeno en una nucleosíntesis estelar sin fin, abandonarías tus endebles creencias terrenales y serías mi helio despeinado y mi supernova abrasadora y mi cataclismo sicalíptico y me absorberías y desintegrarías para dar por terminado este bucle de deseos libidinosamente especulativos y neuróticos. Pero tú no percibes en las leves convulsiones de estremecimiento de mi labio inferior toda la incontenible tormenta sideral que crece en el vacío de esta acartonada caja atada a una silla de ruedas, y te alejas hacia otros infames despojos de la institución para darles su ración de misericordia senil y caridad gubernamental, mientras por el rabillo de mi único ojo bueno veo el foso que rodea las diez hectáreas de la institución infestado de visitadores médicos y luchadores de sumo retirados y mercenarios renegados de la guerrilla salvadoreña a punto de asaltar el edificio y no puedo dejar de sentir una punzada de amargura inconmensurable que me lleva a gruñir en un lamentable do menor de bajo deprimido, un do monótono y taladrante que infecta mis negligentes huesos y tendones y venas y piel y la silla de ruedas y la habitación y la institución y después atraviesa el foso lleno de zombis llorosos y se aleja para contagiar al mundo entero mi pena de último espantapájaros abandonado sobre la tierra.