Vida de perros

Brokers de capirote

Parece que ya todo vuelve a una extraña normalidad. Tras casi dos meses de confusión, quienes tocamos habitualmente las polémicas cajetillas del cáncer, volvemos al infierno donde nos encontrábamos antes de este año par. En apariencia, y tras la última subida de los impuestos al tabaco, parece que las consecuencias de las medidas de nuestra querida ministra Elena Salgado, han acabado. Efectivamente, uno puede ya volver a comprar su marca preferida al mismo precio al que la encontraba hace apenas unos meses. Si no fuera esto suficiente para nuestra tranquilidad, también –en cuanto efectúen los cambios pertinentes, podremos volver a comprar las cajetillas en nuestros quioscos y gasolineras habituales. Se acabó el caos y volvió la armonía. Y pese a no ser yo Don Erre que Erre ni este un artículo de consumo, vuelvo sobre el periplo tabaquista vivido para dejar constancia de mi experiencia en esta bitácora periodística.
Corría el último cuarto del año de la rima cuando de pronto y sin que nadie lo esperara, aparecieron nuevas y variadas marcas de tabaco en las estanterías de los estancos. Las pegatinas generalmente situadas bajo la fila de cajetillas marcaban precios inverosímiles. Recuerdo que algún avezado amigo ya había adquirido algunas de las nuevas marcas e incluso ya había comenzado a envenenarse con alguna de ellas en concreto. Pronto esto se hizo extensivo al resto de población fumadora (y no fumadora, por alusión y pasividad), a tanto llegó que fue casi imposible encontrar alguna de las marcas por su rápida venta. Fue entonces cuando alguno de nosotros, pobres víctimas, tuvimos aquello que se llama “preferida” y “segunda preferida”. Así que una vez abandonamos la marca a la que fuimos fieles durante años, comenzamos a adorar a dos nuevos dioses. Pero la reacción del mercado no se hizo esperar, las marcas que desde el inicio de los tiempos electrónicos habían dominado el mercado, en un alarde de poder, bajaron de pronto sus precios dejándonos a los consumidores totalmente desconcertados. Habían llegado tiempos de fantasía, era como la casita de chocolate: aquellos tabacos que apenas comprábamos el día de nuestro cumpleaños o el día de cobro, eran tan asequibles como la nueva basura que estábamos fumando. El caos, como siempre, favoreció a los pillos. Tan pronto podías comprar cierta marca tres veces más barata que su precio habitual como la podías encontrar en alguna máquina a su precio anterior. Además, unos fabricantes habían bajado sus precios mientras que otros lo harían días después. Reinaba el caos y nuestros pulmones (y los de los no fumadores por pasividad) disfrutaban como cerdos sueltos en una pastelería. Los fumadores observábamos con atención –y esfuerzo– las pegatinas de los precios tal y como los brokers observan las pantallas de la bolsa.

Pero la Ministra miró al pueblo asomada en el balcón de su parador y miró a los pueblos vecinos bajando a llenar de cigarrillos baratos sus bolsillos y dijo: “Cáspita, esto no puede ser” (algo así diría, el caso es que no sé cómo se expresan los ministros). Y decidió subir el impuesto al tabaco dejando, unos por otros, todos los precios tal y como estaban antes. Y qué lección saco yo de todo esto, pues no lo sé, más bien ninguna. Entiendo que durante estos meses he fumado lo mismo que antes aunque el sentimiento es el de haber participado en una gigantesca cata tabaquera, un gran festín de tabaco. Ahora ya meses escucho que van a comenzar las medidas contra el consumo de alcohol, y que éstas pasan, como con el tabaco, por variar los precios, así que, amigos, preparemos hígados y riñones.

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