Cambiar para que nada cambie
No se crea que ser tertuliano es fácil, señora, que eso de hablar de todo sin tener ni idea de nada tiene su mérito, se lo digo yo. Y como la actualidad manda y hay que llenar horas de radio y televisión, llevamos toda la semana intentando extrapolar a España la victoria de Nicolás Sarkozy como un anticipo del triunfo de Mariano Rajoy. Nada más lejos de la realidad.
Digo esto no porque no pueda ganar el PP las próximas elecciones, que puede, sino porque Francia no tiene nada que ver con España. Como ha señalado Juan Carlos Escudier, a muchos, que intentamos encontrar en la política española motivos para ilusionarnos, nos ha dado envidia ver cómo debatían los candidatos franceses, hasta el punto de que Sarkozy y Ségolène Royal no sólo han ofrecido soluciones distintas a los principales problemas de Francia, sino que han defendido dos modelos de país completamente diferentes, e incluso se han apuntado a la refundación de la República sin que entre ellos cruzaran acusaciones de traición o deslealtad o anunciaran el final apocalíptico de los tiempos. Esto es justo lo contrario de lo que sucede en España, ya que Zapatero y Rajoy defienden exactamente lo mismo, y precisamente por eso se crea tanto ruido a su alrededor la famosa crispación: para que nadie se dé cuenta de que son totalmente intercambiables, o, en su defecto, prescindibles.
PSOE y PP están de acuerdo en casi todo. Ambos creen que la monarquía es lo mejor que nos ha pasado desde el descubrimiento de América; ambos se consideran satisfechos con el nivel actual de los servicios públicos y, por tanto, ninguno desea que el Estado engorde; ambos son partidarios de confiar a la iniciativa privada la responsabilidad del crecimiento económico; ambos sostienen que la inseguridad se combate con más policías; ambos están de acuerdo en que para aumentar el empleo no hay que reducir el tiempo de trabajo; ambos defienden que las futuras pensiones se recalculen aumentando la vida laboral de los jubilados; ambos consideran que el precio de las viviendas no puede subir tanto, pero, en ningún caso, debe bajar; ambos alaban a Solbes y a Rato; ambos están por bajar los impuestos; ambos centran en la enseñanza del inglés la piedra filosofal de la política educativa; ambos se abrazan a Europa; ambos quieren controlar la Justicia; ambos pugnan por colocar a los suyos al frente de las grandes empresas; ambos mantienen una preocupación selectiva por los derechos humanos en otros países; ambos llenan el cepillo de la Iglesia católica; ambos están por conceder a los homosexuales todos los derechos, aunque uno se oponga a que se llame matrimonio a sus uniones; ambos consideran que el Senado es una castaña; ambos pactarían con partidos nacionalistas para alcanzar el poder y así hasta donde quieran.
Las diferencias, en la mayoría de los casos, son de matiz: al PP sólo le preocupa que España se rompa del Ebro para arriba, porque han aceptado en Andalucía lo que le niegan a Cataluña. Tan sólo en el tema de ETA hay ciertas diferencias. No obstante, ni la escandalera sobre De Juana ni la polvareda en torno a las listas de ANV son suficientes para afirmar que el Gobierno se haya arrodillado ante la banda, a cuyos miembros se les sigue deteniendo y condenando.
Para Francia había dos modelos bien definidos a elegir. Aquí los cambios serán inapreciables para el ciudadano medio. El debate entre izquierda y derecha es tan falso como sus promotores. Allí se hace política; aquí sólo se produce ruido.