Carta a un Cardenal
Llamémosle por ejemplo Antonio María Rouco Varela. Le diría estimado señor para cumplimentar el saluda con el debido protocolo, pero como he decidido que ésta sea una misiva con verdades, las mías por supuesto, no empezaré por tratarle falsamente, pues no es estima precisamente lo que me provoca su persona. Así pues, con Sr. Rouco vamos servidos ambos.
Le diré que desde siempre me ha dado que pensar respecto a ustedes los religiosos esa capacidad de predicar sobre aquello que desconocen o mejor dicho, que sólo conocen de oídas, y si me equivoco me corrige. Desde niña, me resultaba cuanto menos curioso oírles predicar sobre la familia y los hijos y las relaciones matrimoniales y las familias políticas sin que la experiencia personal les asistiese. Hoy, de mujer, no es precisamente curiosidad lo que me despierta, sino más bien la constatación firme de mi incredulidad total antes sus oratorias y sus monsergas respecto a estos temas, a los que no se acercan ni por obra de Dios de un modo razonable o coherente basado en la experiencia, por lo que me resultan verdaderamente ridículos.
Usted habla, mejor dicho, cuestiona, que toda relación ausente de la calificada como familia católica sea en sí misma una familia de donde emanen conductas de misericordia, de solidaridad, de caridad y de respeto por los valores que deben guiar una conducta vital sana y respetuosa con el prójimo. Y eso, señor Cardenal-Arzobispo y cuantos títulos más posea, es a día de hoy una aberración que no me insulta, porque no comulgo con sus desvaríos, que no tienen ninguna valía para mí, pero sí me entristece que aquellos que solicitan la misericordia y el respeto por el prójimo no sean capaces de aplicarse tal medicina de adaptación a nuestros días, que por otra parte tantísima falta hace para la salud de su Iglesia, y sean mensajeros del desprecio y la distinción que repudia por cuestiones de tendencias sexuales.
Usted dice y son palabras textuales que los diversos modelos de familia que parecen adueñarse de la cultura de nuestro tiempos no responden a la verdad natural de la familia, declaraciones que si bien no me sorprenden por ser calcadas de anteriores discursos, sí vuelven a poner de manifiesto la flaqueza de las mismas si tomamos como soporte que la única familia de la que puede lanzar opinión es la cristiana, y con todos los miembros remando al unísono la distorsión de la realidad es importante. Porque le diré, señor Varela, que cuando quiera y donde quiera me diga usted cara a cara que mi familia de dos miembros, mi hija y yo, no es una familia. Le pediría que me argumentase con razones meditadas que yo como madre divorciada no miro por el bienestar de mi hija cada día, que no lucho por sacarla adelante con mi trabajo, que no observo su conducta y la intento reconducir para su bien.
Podría venir y de paso decirme, como dice, que de mi pequeño núcleo familiar no emana la justicia y el sentir hacia los más desfavorecidos, Podría venir y pasar las noches en vela cuando aparece la fiebre, y llegan las toses, y cuando a las 22.30 horas que toca retirada el timbre no suena y empiezas a rumiar el desasosiego. Pero claro, usted en esos padecimientos no gusta, porque seguramente está rezando mirando a la pared con calma y sin alteraciones por nosotras las madres y los padres que hemos pasado por la traumática experiencia de la separación, en muchos casos, por el bien de nuestros hijos por increíble que pueda parecerle a su cerrazón. Hasta la próxima, que la habrá, Sr. Cardenal.