Casimiro, 39 años
Crees que llevas una vida decente [sonido de fina lluvia al fondo; sala casi oscura, sólo el reflejo en la cara de la débil luz de un monitor], más o menos como todo el mundo, y de pronto te das cuenta de que estás haciendo algo, digamos, raro, fuera de lo común, pero también sabes que no has perdido la razón ni nada de eso (bueno, crees saberlo; te interrogas cuidadosamente y sientes coherencia en tus respuestas, en la estructura intelectual de tu pensamiento)
es sólo que eres consciente de que haces algo extraño, una extravagancia que repites una y otra vez como un bucle hipnótico, pero que te resulta doloroso siquiera plantearte parar. No es que creas que sea nada, digamos, denigrante, ni que pueda considerarse vicio o enfermedad, pero la cosa o manía tampoco es fácil de plantear o encarar públicamente (llamémosle cosa ya que manía parece indicar una cierta degradación psicológica de la que intentas huir en tus valoraciones), porque piensas que la gente, en su necesidad de justificarse los secretos propios y llevada de un aliento universal por enderezar lo que parece torcido, es firmemente despiadada al afrontar las peculiaridades ajenas, incluso cuando en sus vidas esconden secretos objetivamente reprobables como coger la correspondencia de sus vecinos o llamar a teléfonos administrativos preguntando cuestiones absurdas o, digamos, no motivadas por la necesidad, sino por el puro masoquismo de ser tratado con indiferencia [cesa la fina lluvia y da paso a un cerrado silencio urbano; tintinea la débil luz en la cara]. Tampoco tienes claro que tu deber sea confesarlo, pero la realidad es que te sientes como un farsante que oculta para su propio disfrute un pozo de belleza inagotable. Porque parte del problema es que la cosa puede considerarse, digamos, con ambivalencia, según el carácter y sensibilidad de cada uno. Crees que lo que haces es insólito, o como poco sorprendente (y aún te parece curioso que no le haya ocurrido a nadie antes, dada la profusión de alta tecnología), y tu opinión sincera es que eleva la imagen de los insignes personajes locales a su verdadera altura significante, pero también sabes (o temes) que el prejuicio a la cosa pueda desencadenar una campaña de hostigamiento personal (como recibir cartas amenazantes o animales muertos en cajas de zapatos). Así el asunto, tienes claro que la cosa es sencilla pero cegadoramente reveladora. Y todo gracias a una simple máquina, digamos, recreativa: el DVD grabador que adquiriste hace unos meses. Con él grabas la mayoría de los programas de la televisión local (esto en sí ya es algo difícilmente justificable), pero quiso la casualidad que un día descubrieras la maravillosa función reproducción superlenta de tu ultramoderno aparato, y apareció el milagro. Los ilustres personajes locales que a velocidad normal parecían toscos, inseguros y carentes de interés, reproducidos a la turbadora velocidad superlenta (y sin sonido) adquirían una profundidad, trascendencia y belleza deslumbrantes, como si realmente lo que siempre desearon ser hubiera encontrado por fin su perfecta y culminante forma.