Cerradas a cal y canto
Con el comienzo del año estamos abiertos a nuevas ilusiones y promesas que con la rutina diaria se desvanecen como los suspiros. Sin embargo, mis letras buscan otros destinos y dejan que cada uno se enfrente al candelario de estreno como quieran o buenamente puedan.
Tal vez con la estropeada puerta recién estrenada, me ha entrado la añoranza de cuando siendo niña las puertas del vecindario permanecían casi todo el día abiertas. De buena mañana, y con los ojos todavía legañosos, llamaba a la puerta un lechero con sus grandes lecheras con leche recién ordeñada, y me parece estar viendo a mi madre poner a hervir la leche con hervidero para que no se derramara: cosa poco probable, porque la mayoría de las veces la mitad de leche quedaba pegada en las parrillas de la cocina de butano.
A media mañana llamaba a la puerta el bueno del cartero, que con sus cartas alegraba a las novias que esperaban ansiosamente el mensaje de su amor, que cumplía como españolito su servicio a la patria, y se encontraban mejores noticias en los buzones que las que recibimos hoy del banco, que nos recuerda que tenemos una vida hipotecada por querer vivir entre comodidades.
Puertas abiertas para el repartidor del butano, que se quejaba cuando lo necesitaba la vecina del cuarto sin ascensor. Siempre con la espera de amigos y familiares las puertas quedaban abiertas e incluso ni se cerraban hasta que la visita no se daba por terminada. Puertas abiertas al futuro de nuestra reciente democracia. Eran viviendas llenas de vida que abrían sus puertas entre otras cosas porque había gente para abrirlas y no como ahora, que ponemos cada vez más rejas a nuestras casas para preservar nuestro patrimonio, del que cada día disfrutamos menos porque pasamos más tiempo en el trabajo.
Nuestras puertas blindadas quedan cerradas para todo, sobre todo para la añoranza y para convertir nuestras viviendas en cárceles que solo dejan pasar al que con el permiso concedido y con previo aviso ha conseguido nuestra complacencia. Esta añoranza mía me ha hecho recordar tantas personas (hasta el cobrador del Ocaso, al que le cruzabas los dedos por si acaso ) que conocí con tan solo abrir la puerta de mi casa y a las que agradezco que formaran parte de mi vida.