Cultura

Cerrando Leyendas y Aupa

Si yo formara parte de una promotora de eventos que hubiera conseguido la realización de uno (o dos) festivales de música rock en Villena y contara con un buen grupo de trabajo capacitado para introducirse en la vida de la ciudad y ser capaz de encontrar la mejor fecha para desarrollar mi actividad, con seguridad en estos momentos estaría felicitándolo. Porque no se trata solamente de dar con unas fechas que no se solapen con otros festivales, o que al menos se distancien de ellos: Viñarock, Low Cost, Fib o Rototom; cosa que atañe al público potencial pero que poco tiene que ver con Villena en sí.
En la decisión sobre las fechas de realización se ha de ser consciente también de la intromisión en la vida de la ciudad. Y en este caso, su inclusión en tales fechas del mes de agosto, es un acierto. Porque además nos da para mostrar y ofertar una Villena dinámica, con actividades culturales suficientes para justificar la estancia entre festivales si así se quisiera. Y eso es importante. Porque es lo contrario de presentar una ciudad muerta, un páramo yermo donde acudir únicamente para vivir un festival de música. Cuando el miércoles por la noche me cruzaba con esa hilera de gente con la mochila a la espalda camino del polideportivo (¿hubo servicio extraordinario de autobús ese día?) los imaginaba caminando por la Calle Hernández Menor, encontrándose de cara con el concierto que aquella noche se daba en la Plaza Mayor –con ese mural referido a la Torre del Orejón– y me entusiasmaba la idea. Y yo me sentía orgulloso de que todas estas personas no recorrieran cientos de metros por calles oscuras. De que, además, escucharan a la altura de la Losilla la música que escapaba de la Fiesta MQR, también diferente a la que venían a buscar, pero que resultaba otra muestra de la diversidad cultural que demanda, vive y oferta nuestra Villena.

Pero mi felicitación sobre la elección de fechas no queda ahí. No es solo acertada por eso, por coincidir con una Villena viva. Viene también por su emplazamiento respecto a nuestras Fiestas Matronales. Lo que en una ciudad como la nuestra supone a mitad de agosto alejarse del foco de atención: ese que se desvía rápidamente a los problemas que el paso a la EAV por la carretera de Pinoso supone para el recorrido de la romería; ese que se centra en la adjudicación a una empresa para realizar el evento del día 7; ese que debatirá sobre la decoración de las calles o los cambios en algún desfile. Terreno propicio para que la promotora pueda descansar después del desmedido esfuerzo que ha supuesto cerrar los dos festivales comprometidos. Ni el equipo técnico de don Mariano habría podido localizar unas fechas tan oportunas –y eso que ya deben estar curtidos en la materia–.

En lo relativo a los dos festivales no tengo mucho que decir que no se haya dicho ya –o se esté diciendo en esta misma edición de Epdv, tan volcada en sus últimas tiradas con estos eventos–. Hay cosas que solucionar en el trabajo de todas las partes, porque entiendo que queremos que estas actividades sean cosa de todas las partes, no solo de la referida al negocio puro y duro. Hay algunas cosas que solucionar entonces, aunque a priori no resulten demasiado llamativas ni excesivamente problemáticas; pero con seguridad diría que suman más de cien si nos tomamos la molestia de ponerlas en fila.

Pequeñas cosillas que pueden ir desde los baches burocráticos, el protocolo oficial para realizar los eventos en el espacio determinado, hasta la cola perpetua para beber agua en la fuente pública del polideportivo (por cierto, en lo tocante a ese comentado burofax enviado a Generalitat por un partido ajeno a la coalición de gobierno destinado a la paralización de los eventos, no diré nada: cada cual es responsable de sus actos y por sus actos al fin muestra quién es y cuáles son sus prioridades: trabajar por y para ustedes o, queridas personas, hacer su política a pesar de ustedes). Pequeñas cosillas digo, en el cómputo global que no resultan tales cuando las sufrimos en primera persona. Porque han resultado negativas las numerosas denuncias por los hurtos perpetrados mayoritariamente en la zona de acampada. También las largas colas en las dos taquillas destinadas a la venta de entradas: una para venta de abonos y otra para venta de entrada única (del día en cuestión), donde acudimos quienes no compramos entradas anticipadas. Un porcentaje considerable si consideramos las aproximadamente diez mil entradas vendidas.

También me quejaría del precio y el servicio prestado en general por los puestos de comida del interior del recinto (algo que debe replantearse la organización puesto que algunos miles de asistentes sufren la “condena” de alimentarse allí, dado que la ubicación en las afueras de la ciudad ofrece pocas posibilidades, y tuvimos que rascarnos los bolsillos de mala gana para pagar demasiado por demasiado poco). Y digo replantearse porque imagino que los puestos responderán en el precio de sus productos a las tarifas marcadas por la organización. Nada que no se pueda solucionar: siempre pueden tomar nota quienes quieran ganar un suculento beneficio con un puesto de perritos calientes o caracoles a unos metros del polideportivo (les aseguro que no les faltará trabajo).

También faltaron para mi gusto, o desde mi propia experiencia, trípticos con horarios y espacios del festival –que además señalaban servicios de interés: centro sanitario, policía, transportes, locales de ocio, etcétera–, fueron escasos y circularon de mano en mano, se lo puedo asegurar: a mí me llegó de mano de un bilbaíno y horas más tarde se lo cedí a un señor de Salamanca. Nada que no ocurra en cada primera vez. De modo que para quien tenga algo que ver deseo: felicitaciones, evaluaciones, correcciones y un feliz reencuentro en 2014. ¡Aupa!

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