Cerré los ojos, llevé el vaso hasta mis labios y bebí el veneno
Estaba completamente segura de que iba a funcionar. Fíjese si estaba confiada e iluminada, que alquilé un apartamento en un apartahotel de la costa desde Jueves Santo hasta Domingo de Resurrección para poder llevar a cabo mi obra sin que nadie me molestara.
Unos días antes había conseguido la cicuta ya preparada para beber. No fue sencillo, pero el dinero y los buenos contactos hacen milagros (y perdone por el chiste fácil). [Mientras habla, escribe con rapidez en un bloc escolar.] Y de este modo, a las diez de la mañana del mismísimo Jueves, dejé a mis familiares una escueta nota en la que les indicaba que no se preocuparan y que estaría de vuelta el lunes siguiente (subrayé bien la fecha para evitar que mi ausencia se convirtiera en un drama, aunque imaginaba que se pondrían nerviosos o incluso se enfadarían) y me largué. Mientras conducía mi viejo Citröen Saxo color verde esperanza, mi enardecida intuición crecía como una planta salvaje. Aunque llamarle intuición es quizá demasiado limitado. Era más como una fuerza que emanaba de forma indescriptible desde mi interior y me guiaba hacia mi destino. [Mordisquea la parte superior del bolígrafo.] El viaje se me hizo eterno.
Únicamente pensaba en llegar y que las horas pasaran vertiginosas para encontrarme ya en el Viernes Santo y poder hacerlo. Pero las horas pasaban lentas como trámites de funcionario. Tuve que atravesar como un calvario el registro en recepción, la ominosa tarde encerrada viendo en el televisor deprimentes programas de tele realidad, la pesada noche dando vueltas en la cama, la mañana ociosa viendo más televisión y mirando por la ventana el trasiego del gentío en vacaciones, hasta que por fin llegaron las esperadas tres de la tarde.
Preparé el vaso con la cicuta. Coloqué el reloj digital sobre la mesita. Me tumbé boca arriba sobre la cama sosteniendo el vaso sobre mi pecho. El techo estaba desconchado en una esquina, pese a lo cual sentí la trascendencia del momento como una dulce losa. Cerré los ojos, alcé ligeramente la cabeza, y con un movimiento pausado pero firme, llevé el vaso hasta mis labios y bebí el veneno. [Anota algo con la determinación de un dogma.] Esta mañana me he despertado desorientada, aquí, en el hospital, sin recordar lo que había pasado. Después de unos segundos mi memoria ha empezado a iluminarse, y tras ser informada de que hoy es Domingo de Resurrección, me he acordado de todo lo que había hecho. [Pone un punto y aparte con violencia y examina lo que ha escrito.]
No sé cómo he terminado aquí, llena de tubos y goteros, pero es evidente que lo he conseguido. Soy la segunda persona en la historia que muere y resucita a los tres días. Y ahora mi mensaje debe ser difundido urbi et orbi para beneficio de la humanidad. [Corta varias hojas y se las ofrece a la enfermera que está examinándola, que las coge con indiferencia.] A la izquierda está la lista de las cosas que el mundo ha creído como ciertas, y a la derecha la auténtica verdad que las anula. [La enfermera lee con desgana Ariel, y a su derecha, el de Supermercado Día, y se guarda las hojas en el bolsillo para tirarlas más tarde a la basura, cuando por fin finalice el tedioso y siempre delirante turno de noche.]