Testimonios dados en situaciones inestables

Como una cepa de bacterias cultivada bajo el ojo absurdo de un dios desorientado

Ya no soportaba la ciudad. Estaba cansada de su ruido, esa mezcla de desechos sonoros sin ningún tipo de armonía ni encanto; y de sus escaparates y pantallas, aparatosas escenografías constantemente compitiendo por atraer mi atención unos segundos para venderme sus venenos; y de sus gentes, autómatas murmurantes siniestramente ocupados en ir de un sitio a otro como fantasmas huyendo de su propia y mustia sombra; y, en general, de su extravagante enormidad en continua fermentación tan parecida a una cepa de bacterias cultivada bajo el ojo absurdo de un dios desorientado.
Llevaba ya bastante tiempo escuchando en mi cabeza un susurro de desconexión, como cuando desenchufas una máquina y durante unos segundos se oye ese decreciente siseo hacia el silencio. Me estaba apagando. La ciudad me estaba chupando lo poco que me quedaba de humanidad para mantener en pie su paranoica cadena de servidumbres. [Mordisquea lo que parece un hueso ya casi desnudo.] Y decidí irme al campo. Parecía lo más lógico. Quería vivir algo más auténtico. Cogí los ahorros y me fui a una casa en medio de casi ningún sitio, cerca de un bosque y de grandes extensiones de cultivo punteadas por granjas de ganado distantes entre sí por kilómetros de caminos de tierra. Parecía lo más lógico. Ya sabe, sentir el silencio planeando sobre los campos, el cielo inmenso como un fresco renacentista, el tiempo demorándose en cada piedra, el poso metafísico de las escasas y casi monosilábicas conversaciones con algún lugareño. Tenía pensado dedicar mucho tiempo a leer y pintar, a descansar y reconstituirme como persona, eso al menos me decía a mí misma cuando conducía en dirección a aquel lugar, pero una vez instalada me sorprendí dedicando horas y horas a pasear. Y sin darme cuenta mis paseos encontraron su espacio predilecto en el bosque cercano a la casa. Un bosque es como una mente en el que las ideas ya no significan nada, simplemente crecen y se enredan unas con otras por el puro placer de crecer y de enredarse sin preguntarse el porqué. Pero lo más curioso es que me sorprendí dedicando días enteros a observar los animales del bosque. Me sentaba en el suelo y me pasaba horas esperando que un lagarto o una culebra o un ratón se movieran entre los matorrales. Muy de vez en cuando, conseguía asistir a un enfrentamiento mortal. Así perdí la noción del tiempo y dejé de sentir mi yo. [Deja el hueso rosigado sobre la tierra.] Y un buen día, de forma súbita, algo hizo clic en mi interior. Una culebra atrapó a un ratón a un metro de mí, y de forma automática, como si un estrato profundo de mi naturaleza se abriera paso a través de miles y miles de años de suciedad geológica, salté sobre la culebra que se estaba comiendo el ratón y la apresé del cuello con mi boca babeante y rabiosa, apretando con la fuerza de una liberación inconsciente. Mi mandíbula era un juez estricto, ejerciendo una ley incontestable, y me sentí como si mordiera fruta fresca, como si toda la húmeda carnosidad de una fruta recién cortada se abriera y estallara derramándose en mi boca y mi garganta proporcionándome un conocimiento impensable. [En su mirada hay algo de meteoro traspasando la atmósfera de la tierra.] Así que abandoné la casa y me establecí en el bosque, y durante meses exploré ese conocimiento. Pero ahora creo que estoy preparada para volver a la ciudad. Ahora creo que allí todo va a ser mucho más fácil para mí.

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