Con cirugía recrearon en mí sus lunares y pequeñas cicatrices
Se paró un coche a mi lado, una limusina enorme y lujosa, y se abrió la puerta trasera derecha. Se asomó una señora de unos cuarenta y cinco años y me hizo el gesto de que subiera. Por alguna curiosa razón sentí el impulso de averiguar qué se escondía detrás de aquella situación tan de película, y subí a la limusina.
Una vez dentro, la mujer me ofreció un empleo muy bien retribuido: hacer de doble de un hombre muy rico, del que yo era caprichosamente una réplica exacta. El hombre estaba cansado de su vida social y quería retirarse, pero no podía abandonar sus numerosos compromisos comerciales, ya que eso supondría un montón de especulaciones y las acciones caerían y todo el entramado financiero ya de por sí delicado se resquebrajaría produciendo una efecto en cadena catastrófico para sus empresas y socios y para aquellas otras empresas asociadas de una u otra manera a sus negocios. [El hombre, oculto en su cama por unas vaporosas telas que cuelgan del dosel, habla con dificultad pero apresuradamente.] De modo que durante unos meses me instruyeron a conciencia. Tuve que aprender como un autómata todos y cada uno de sus gestos, sus frases e inflexiones de voz, sus tics faciales. Con cirugía recrearon en mí hasta el más mínimo detalle de sus lunares y pequeñas cicatrices. Y en definitiva, me convirtieron en un segundo él, alguien que acudía a recepciones y consejos de administración y partidos de golf y se acostaba con sus amantes de compromiso por asuntos de negocios e invitaba a senadores y diputados a su yate para jornadas privadas muy recreativas y así muchas otras actividades socialmente delicadas, mientras él se quedaba en su mansión de la montaña celosamente aislada del mundo escuchando música o leyendo o viendo películas. [Tose un par de veces.] Y así estuvimos tres años, yo manteniendo su vida pública, y él recluido y abandonándose a una creciente y preocupante introspección. Conseguí que su fortuna se multiplicara, pero él, sin embargo, entró en una inercia destructiva. Engordó treinta quilos, su pelo se volvió grisáceo mientras se retiraba de su frente en una huida desesperada, sus facciones se desencajaron y su pálida piel se descolgó. Como muy bien está usted suponiendo, al final de ese tiempo ya no nos parecíamos en absoluto. Lo que realmente parecía era mi padre. Empezó a llamarme su heredero; a recitar, mirando ensimismado por la ventana, largos pasajes de El infierno de Dante; a pasar horas interminables en su gabinete intentado pintar copias exactas de los maestros flamencos del siglo XVII, sin comer durante días, y llorando desconsoladamente entre breves periodos de euforia. Inevitablemente enfermó, y después de unos duros meses en cama en los que deliraba lanzando al aire preguntas trascendentes en un perfecto griego antiguo, murió con una expresión parecida a la de los esclavos esculpidos por Miguel Ángel. [Se le oye coger aire con dificultad.] El problema es que todo esto me ha dejado física y psíquicamente extenuado. Y por eso he hecho que le trajeran hasta aquí, porque necesito su ayuda. [Una mano retira la vaporosa tela y se ve a un hombre casi idéntico al que escucha.] Y si se pregunta quién fue el primero, qué más da, mientras el mundo que hemos construido no se venga abajo.