Con esa débil energía de espectros abandonados en un mundo intermedio
Mi familia siempre ha sido bastante sosa y seria. Mis padres, mi abuelo, mis dos hermanas adolescentes, mi hermano de nueve años y yo nos movemos por la casa en silencio, mirando al suelo, comunicándonos con monosílabos, con esa débil energía de espectros abandonados en un mundo intermedio, como si un cansancio milenario se hubiera instalado en nuestros huesos.
Mis padres, por ejemplo, parecen meros intendentes de los grises asuntos materiales de la familia; mi abuelo parece un zombi abducido por el televisor, de cuya influencia solo sale para repostar calorías en las horas señaladas del rancho; mis hermanas adolescentes parecen seguidoras devotas de una secta consagrada a la mortecina autoanulación, con sus ropas negras y sus pálidos maquillajes, recluidas eternamente en sus habitaciones; mi hermano de nueve años parece un misántropo que se protegiera del mundo exterior realizando minuciosas e interminables tareas como dibujar largas listas de insectos acompañadas de complejos datos científicos. Yo mismo, a menudo, no me levantaría de la cama cuando suena el despertador, de la fatiga que siento nada más abrir los ojos y ver la misma habitación de siempre, como una monótona y repetitiva reconexión del software del día, de otra jornada de aburrimiento y cansancio. [Se muerde el labio superior mientras se sonríe, como si un apunte gracioso cargado de un profundo significado le hubiera asaltado.] Y no sé muy bien por qué, pero empecé a tener oscuras sospechas y premoniciones, de modo que se me ocurrió conectar una cámara de vídeo a mi ordenador y dejarla grabando mi habitación durante la noche. Y mi sorpresa fue ver que, a las pocas horas de acostarme, me levantaba y salía de la habitación, y no volvía a aparecer hasta tres o cuatro horas después. Repetí el proceso varias noches y siempre desaparecía y regresaba varias horas más tarde con aspecto feliz y claramente cansado. Era evidente que padecía sonambulismo y nadie se había dado cuenta; o si lo sabían, me lo ocultaban por alguna sombría razón. Decidí ampliar el radio de acción de mis grabaciones para conseguir nuevos detalles, e instalé otra cámara en el pasillo, otra más en el salón y una última en la cocina, y esperé con ansiedad los resultados. [Pone cara de haber recibido una generosa compensación por un viejo agravio.] En la grabación del pasillo se veía como, más o menos al mismo tiempo, las puertas de los dormitorios se habrían y todos salíamos animadamente y nos abrazábamos y nos hacíamos gestos cariñosos. Después, en el salón, se nos veía en pequeños grupos: mi abuelo y mi hermana pequeña jugaban animadamente al ajedrez; mi otra hermana y yo nos divertíamos ayudando a mi hermano de nueve años con sus extravagantes pasatiempos; mis padres se escondían detrás del ficus haciéndose arrumacos peligrosamente sensuales. Después, en la cocina, comíamos en la gran mesa conversando alegremente sobre cualquier tontería, disfrutando de los demás con esa relajación típica de la gente que se acepta y que se quiere. Al final, todos volvíamos a nuestras habitaciones, felices y cansados. [Se quita las gafas y las deja sobre la carpeta.] Busqué información médica al respecto y no encontré nada; de modo que lo he bautizado como Sonambulismo Compensatorio. Por supuesto, a mi familia no voy a contarles nada, no sea que se fastidie el asunto; nadie sensato renunciaría a un poco de felicidad, aunque sea en el enigmático mundo de los sueños.