Estación de Cercanías

Con la venia de su señoría (I)

Quiero compartir con ustedes durante dos semanas un dilema, uno de esos que por mucho que meditas no terminas de dilucidar, y lo hago con la confianza de que me reportará la egoísta tranquilidad del que comparte para dividir. La cuestión es delicada, al tiempo que muy importante por las consecuencias que genera, y versa sobre la justicia, las leyes y la sensación de indefensión que me produce su aplicación, siempre, desde la visión ignorante del profano.
El derecho no es mi fuerte, así como tampoco lo es la interpretación de las normas creadas para este fin, y es por eso que quiero dejar claro antes de empezar –para evitar la mala interpretación de mis palabras– el inmenso respeto y el absoluto convencimiento que tengo de la necesidad de su existencia, para que actúen de guía en nuestras actuaciones y sean protectoras a la vez que integradoras; así como de la importancia de su acatamiento y del castigo que por incumplirlas se debe aplicar; pero hay momentos y circunstancias en los cuales un racial sentimiento de rabia me nace sin contención, dando al traste con este convencimiento profundo, sobre todo, al contemplar con impotencia como en muchas ocasiones la aplicación del castigo no es ni remotamente equiparable al mal realizado y viceversa, y es ahí donde chocan frontalmente mi respeto por las normas y mi fe en una Justicia que otorgue a cada individuo lo justo, sin que caiga la venda de sus ojos.

La última subida de adrenalina al respecto la tuve hace unos días al contemplar por televisión el choque frontal de las siguiente noticias: Un ex-toxicómano totalmente reintegrado, rehabilitado y con una vida normalizada, a la espera de su primer hijo, ingresa en prisión, irremediablemente (que no inevitablemente), para terminar de pagar sus deudas por trafico de drogas y comercio prohibido en España. Por supuesto, debidamente penado. Pero… en un afortunado golpe de “zapping”, me encuentro con la reincorporación a su puesto de inspectora sanitaria la Seguridad Social de Isabel García Marcos, uno de los ases de la baraja de presuntos ladrones, estafadores y sinvergüenzas de la saqueada Marbella, quien, con total impunidad y siguiendo los buenos consejos de su carísimo abogado, regresó con la cabeza bien alta a su puesto de funcionaria del Estado, y en consecuencia, a cobrar de éste, ya que por ahora, y hasta que se demuestre lo contrario, debemos readmitirla, pagarle sus honorarios y, para colmo, facilitarle un puesto en la trastienda evitando así la penosa imagen de la sanidad malagueña, salvaguardando de paso su integridad física en previsión de que algunos de los muchos marbellíes afectados se tomen la justicia por su mano. El reinsertado entra en prisión y la –presuntamente– sinvergüenza, enriquecida con el dinero de un pueblo, pasa a comer de la misma despensa que vació no hace mucho.

Pensarán probablemente que esto no es nada nuevo, simplemente uno más de los muchos casos que se acuñan diariamente en nuestro país con igual sello, y lamentablemente lo es, pero, después del primer envite, me detuve a pensar en el gran perjuicio que se está generando socialmente al propiciar con estos veredictos que la institución sobre la cual recae el peso de repartir equitativamente justicia para todos sea de las menos valorada. Que el desencanto es latente no es algo nuevo, y, a poco que preguntes o pongas sobre la mesa algunos de los casos, afirmaciones como “el dinero manda” o “para cuando salga el juicio me habré muerto” no tardan en aparecer, condicionando radicalmente la conversación en torno a ellas. Y tambaleándose de nuevo mis convicciones.

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