Confesiones de un nazareno llamado Andrés
Queridos lectores, mi nombre es Andrés Ferrándiz Domene y estoy solo en el mundo. Me gustaría poder formar una cuadrillica de Pascua con chicos y chicas de Villena para salir con ellos al campo a comerme la mona, volar el cachirulo, saltar a la comba, jugar a la estornija y compartir amablemente una tortilla de habas y unos sorbos de vino de la tierra.
Porque si hay algo en Villena que representa a nuestras Pascuas, esa es la del padre de familia que llega a Bulilla a las cinco de la tarde, vestido con una camisa de cuadros y un conjunto vaquero, con un par de dobladillos en el camal del pantalón, cargado con la nevera y la cesta de la merienda, extendiendo un mantel sobre la hierba, sacando una navaja multiusos para cortar el companaje, intentando bajar una pelota de un árbol, esquivando un huevo duro, bailando el saleró, comiéndose un coyote, jugando a la correa, cantando el chínchamela, luciendo unas Tórtolas nuevas de color azul marino. Porque, ¿quién no ha llevado unas Tórtolas de Casa Gasparico? ¿Quién no se ha comprado un coyote en el carromato del Chambilero? ¿Quién no ha bebido Fanta caliente de una cantimplora de plástico? ¿Quién no ha recibido el impacto de un huevo duro en la frente? ¿Quién no se ha comido el companaje de dentro del bocadillo y se ha dejado el pan? ¿Quién no se ha comido un trozo de longaniza seca lleno de hormigas? ¿Quién no ha vuelto a subir andando hasta el repetidor porque se le ha olvidado la mochila? ¿Quién no ha intentado retozar sobre un sillón de sky? ¿Quién ha limpiado alguna vez en un local de Pascua? ¿Quién no se ha enamorado en abril?...
Y es que las Pascuas en Villena, como casi todo, están cargadas de símbolos y tradiciones imborrables; de episodios irrepetibles que estoy seguro no se dan en ningún otro lugar. Por eso, al llegar estas fechas, mi cabeza se llena de recuerdos, de nostalgia y de congoja. Recuerdo perfectamente que cada vez que se acercaban estas fechas lo pasaba peor que un cabo con golondrinos en los sobacos. Me ponía, como suele decirse, más triste que Marco el día de la Madre. Recuerdo, por ejemplo, que cada vez que llegaba el Domingo de Ramos estrenaba unos calcetines nuevos y que siempre me hacía la misma pregunta: ¿Por qué el que no estrena no tiene manos? La verdad es que por más vueltas que le daba al asunto, jamás alcancé a encontrarle un sentido a la frase. ¿Será tal vez que el que no estrena no tiene manos, y que el que no tiene manos no puede hacer de cabo, y que por eso hay que estrenar algo? Compleja cuestión.
Otra pregunta que siempre me hacía era por dónde respiraban los nazarenos. Durante un tiempo, llegué a creer incluso que los nazarenos respiraban y bebían por los ojos. Años más tarde, tras comprobar la afición de algunos de aquellos hombres por las bebidas de alta graduación, la pregunta que me hacía era por dónde soplaría un nazareno en el caso de ser detenido en un control de alcoholemia. Y es que los nazarenos marcaron profundamente mi infancia y mi juventud. Todavía hoy puedo recordar con claridad el día en el que le dije a mi padre que quería platearme el pelo y salir de Cristiano. Al final, la falta de recursos económicos de la familia hizo que me tuviese que conformar con salir de nazareno, ya que era mucho más barato apuntarse a una cofradía que a una comparsa y en los dos sitios te emborrachabas igual. Además, el capirote hacía que pareciese mucho más alto. Yo, que siempre había sido bajito, estaba encantado con mi nuevo aspecto. Me sentía tan a gusto vestido de nazareno, que aquel año decidí no quitarme el traje pese a que ya había terminado la Semana Santa. Durante el verano, llegué incluso a ir a la playa alguna vez vestido de cofrade. Como no cogía sentado dentro del coche por culpa del capirote, mi padre me colocaba tumbado encima de la baca y la gente se pensaba que yo era la sombrilla. Una vez en la arena, me gustaba cantarle saetas a los bañistas y a las extranjeras. Me encantaba aquel estilo de vida; aquella forma de vestir. El mundo visto a través de un capirote adquiría una nueva dimensión. Era emocionante poder verlo todo a través de aquellos dos agujeros abiertos a la altura de mis ojos sin que nadie me reconociera. Las tardes del domingo iba al cine de los Salesianos y siempre me hacían sentarme en la última fila para que no tapase a nadie. Cuando no había cine, me compraba una bolsa de rosas en el Buen Gusto y me dedicaba a darle vueltas al Paseo, a la espera de que alguna chica se fijase en mí.
El caso es que nunca conseguí ligar, ya que tal vez un adolescente vestido de nazareno dándole vueltas al Paseo no resultase atractivo para el sexo opuesto. Pero la vida cambia, y la mía cambió una tarde en la Sardina, tras recibir el impacto de una bola de billar en la cabeza, justo en el momento en que le pedía a Eloy que me pusiera el ping pong para jugar yo solo. El impacto de la bola roja contra el cerebro transformó todo mi ser. Abandoné los hábitos para siempre y dejé mi etapa de nazareno
Ya os lo terminaré de contar algún día.