Apaga y vámonos

Conmigo que no cuenten

La lamentable celebración del segundo centenario del Dos de Mayo se ha convertido en un espectáculo vomitivo en el que no se libra ni el Tato, porque desde el Rey hacia abajo estamos asistiendo a una sarta de declaraciones a cual más estúpida en la que la peor parada es la Historia, tergiversada y manipulada vilmente para hacer que diga lo que a cada cual le interesa.
No es que se nos haya ido la mano con el dichoso Dos de Mayo, estimado Mateo, es que directamente lo están reinventado. De los políticos se podía esperar, no dan para más las criaturas, pero que se hayan prestado al disparate cabeceras tan serias como ABC, que se ha liado a dar vivas a Fernando VII como si no fuera el monarca más patético de nuestra patética historia, es algo que me sobrepasa. O si no la Lideresa, que anda enarbolando no sé qué de la “conciencia de nación”, cuando la única conciencia de quienes se liaron a hostias contra los franceses era el hartazgo de ver pisoteada su dignidad y a los suyos pasados por la bayoneta.

La “invasión” napoleónica –y entrecomillo invasión porque Carlos IV y Fernando VII tendrían mucho que explicar de sus gestiones con Napoleón para dejarlo entrar– no sólo dio lugar al primer brote de nacionalismo español, tan aldeano, casposo e innecesario como los nacionalismos catalán o vasco (el sarampión de la humanidad, que dijo Einstein), sino que también abrió la puerta, por culpa de la inoperancia de los gobernantes de entonces, a un siglo XIX para olvidar y a un siglo XX dramático, hasta el punto de que tuvimos la oportunidad de mandar el Antiguo Régimen al desván de la historia en 1808 y en cambio tuvimos que esperar a noviembre de 1975, una vez enterrado el dictador, para que España emprendiera el camino de la normalidad europea. Eso y no otra cosa es lo que algunos indocumentados están celebrando esta semana.

Con su “invasión”, Napoleón abrió un dilema entre los españoles: elegir entre la modernidad, la Ilustración, la Razón, la Enciclopedia y el laicismo, o el patriotismo, las tradiciones, la Inquisición, la Iglesia y la Corona. Y nos equivocamos. Gritamos “vivan las caenas” y nos permitimos ningunear a los que despectivamente empezamos a llamar afrancesados –los Jovellanos, Aranda, Cabarrús o Floridablanca…–, los únicos capaces de articular una modernidad española que nos habría conducido a ser una nación laica, culta, desarrollada e ilustrada, preocupada por la ciencia, la industria y la economía y guiada por la razón. Sin embargo, apostamos por la revuelta absolutista de Los Cien Mil Hijos de San Luis, por el retorno de la Inquisición, por las Guerras Carlistas, por los cuartelazos, por erradicar el hambre con plegarias en lugar de con planes agrícolas, por una educación religiosa que castraba los cerebros y asfixiaba cualquier soplo de modernidad en la enseñanza y en la vida pública, por el analfabetismo, por las patrañas de la Monja de las Llagas, por el ridículo colonial, por el desastre del 98, por absurdas guerras en África y por todo aquello que desangró a España y a los españoles hasta la catástrofe de 1936…

Todo eso y más acarreó la revuelta contra los franceses. Muy distinta hubiera sido la historia de España de elegir bien, pues bien pronto nos habríamos subido a un tren en el que ya circulaban Estados Unidos, Inglaterra y Francia. En cambio, manipulados por los de siempre y de manera inconsciente, muchos españoles se sublevaron contra ese tren que nos iba a conducir en primera clase hacia el futuro. Por ello poco hay que celebrar. Conmigo que no cuenten.

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