Crónicas de la pandemia II
Saldremos adelante como siempre lo hacemos. ¿Habremos aprendido?
Domingo de pandemia castigado por ráfagas ventosas que incordian a las colas de personas sin rostro en las puertas de cada churrería; rachas que apagan puros que tiran de unos hombres que encienden esos puros para no tener que ponerse las tristes mascarillas; ventoleras que expanden palabras de otros seres, puestos como al descuido, en los alrededores de bares que resisten con novedosas barras con vistas a la calle. “Todo para llevar” -en las pizarras-. Como no pone a dónde, se llevan los vasitos a algún lugar cercano por si han de regresar a reponerlos.
La Sastrería Vergara está cerrada. No porque sea mañana de domingo. Es que no abre. Hace ya mucho tiempo que no llegan encargos. Es que ya nadie tiene la paciencia de medirse la espalda, los brazos, el largo de la pierna, la cintura… Pero ahí sigue el cartel con ese orgullo de lo que fue un negocio honrado y floreciente. El cartel que resiste y pareciese que aunque colapse todo el edificio, flotaría en el aire para dejar constancia a quien mirase: “Aquí estuve. Yo era la Sastrería Vergara. En otros tiempos”.
El viento hace temblar a los semáforos, que sufren un acceso de extrañeza. Crisis de identidad, dicen unos expertos de la sicología. Miedo a entrar en las filas de los desempleados por amortización del puesto de trabajo, opina en la seguridad social el funcionario. “¿Dónde está todo el mundo con sus coches?”, se preguntan en rojo para nadie los semáforos.
Una señora digna, con su mandil de gala, baldea las aceras que ha barrido temprano esta mañana. Una mujer que lleva los galones en su frente arrugada. Capitana de todos los ejércitos de la gente de pueblo que hace cosas por todos los vecinos sin aspirar a un puesto en el ayuntamiento.
Un viejito tranquilo se ha plantado en la esquina donde cuelga el tablón que da noticias de los que se despiden para siempre. Lo observa atentamente. Para que no se escape ni un detalle. Al rato continúa su rumbo con la mano derecha sujetando la gorra, que tiene esa querencia por llegar antes que él a todas partes. “¡Qué jodida manía con las prisas! ¿Qué prisa hay?”, se dice… pensando en las esquelas.
Desde Ibi me llama una muchacha a la que no conozco. Ha de hacer un trabajo sobre las condiciones laborales de los trabajadores que murieron en el 68. Fábrica MIRAFE. Fulminantes de pólvora. Mujeres, niños, hombres. Treinta y tres fallecidos sin contar con un feto. Allí estaba mi madre esa tarde de agosto. ¿Qué quieres que te cuente? Que murieron. ¿Delito? Ser migrantes y pobres. Que no fue un accidente laboral. Que no se hizo justicia. Que hay crímenes que nunca se investigan. Funerales. Gobernador civil y veinte curas. Se acabó la función. Cada uno a su casa. SILENCIO. Dictadura. Que si quieres te mando algunas cosas que escribí, después de que pasaran muchos años. Que lo cuentes en clase para que no se pierda la memoria.
Mañana de domingo de pandemia. Cuando el viento da tregua nos parece que haya atracado el mundo en algún puerto. Pero si oímos bien, atentamente, nos llega ese rumor apenas perceptible de la gran maquinaria calentando motores. Saldremos adelante como siempre lo hacemos. ¿Habremos aprendido? Hubo una vez -parece que hace un siglo- balcones con aplausos; augurios de catarsis colectiva; volaron por el cielo de todas las pantallas esas frases de buenas voluntades que luego se evaporan en la nada…
Hemos vuelto a llenar los hospitales. Seguimos viendo lejos el horizonte azul de los abrazos. Ya hay muchos que sospechan que, cuando se termine este viaje, seguiremos con la misma ceguera que cuando lo iniciamos… Que somos animales de costumbres. Empecinados siempre en repetir la historia. Mientras tanto ese lobo, con su feroz aullido y sus cruces gamadas grabadas en el lomo, espera su momento de comerse al rebaño.
Por: Felipe Navarro