Cuando Julieta entorna sus ojos redondos es como ver el día acabarse
Julieta es menuda, de piel oscura y suave, con una sonrisa capaz de dejarte ciego durante quince segundos. Julieta tiene unos ojos redondos que siempre parecen estar más abiertos de lo que deberían, por eso cuando los entorna es como ver el día acabarse. Julieta no debe tener más de veinte años.
Por supuesto que yo sé que no se llama realmente Julieta, pero qué importancia tiene eso. Un nombre solamente sirve para contentar los prejuicios de los hombres superficiales. Las prostitutas lo saben. Julieta lo sabe. Julieta habla precariamente nuestra lengua, pero conoce todas las palabras sucias capaces de exaltar el oído de un hombre. Y a mí me gusta pronunciar su nombre en voz alta, Julieta, cuando viene a visitarme al hospital, se sienta en el borde de la cama y me dice, con su acento africano, que por qué no me he muerto todavía, a lo que yo le contesto que no deseo otra cosa, pero que quiero degustar mi último puñado de aire entre sus pechos. [Está en una cama de hospital. La parte de la cabecera está ligeramente elevada. Parece fatigado pero extrañamente sereno, rodeado de máquinas y tubos.] Julieta tiene las manos pequeñas, y en cada uña luce una margarita amarilla dibujada torpemente, dice que porque es primavera. Miente con la gracia de los excluidos, de los pobres que tienen que mentir para sobrevivir. Me coge de la mano y me dice que me case con ella, que le deje todo mi dinero, que sea bueno. Sabe que tengo mucho dinero, yo mismo se lo dije en una de las ocasiones en que contraté sus servicios. He requerido sus servicios una docena de veces durante los últimos tres o cuatro meses, más por nervios que por apetito. Le he pagado para que se portara bien conmigo haciendo cosas malas, sin que supiera que yo estaba agotando mis últimos caprichos. No le dije hasta hace poco que me moría, que tenía una enfermedad que estaba silenciosamente apropiándose de lo poco que realmente he sido en esta vida. Cuando se lo dije apoyó su cabeza sobre mi pecho y me dijo que me casara con ella, que le dejara todo mi dinero, que fuera bueno, que no me quería pero que fuera bueno con ella. Julieta no sabe que mi corazón es una cueva seca y polvorienta llena de piedras. Ella no sabe que nunca he querido a nadie, aunque me hubiera gustado, sobre todo para haber tenido una verdadera comunión con tanta literatura que he tenido que enseñar en la universidad a tantos jóvenes desorientados. La primavera está llegando a su fin, y con ella mi último curso académico, y también todo lo demás. He sido un hombre insignificante, vestido de retórica, al que la enfermedad eligió un día con su lógico sinsentido. Saberlo no redime del absurdo. Punto final. [Gira un poco la cabeza para mirar la ventana. Al otro lado solamente se ve un luminoso trozo de cielo liso e impertinente.] Ahora Julieta no tardará mucho en llegar para visitarme, como todos los días después de su nocturno trabajo de tinieblas exprimiendo oscuros deseos ajenos. Le tengo preparada una sorpresa. La autoridad competente para realizar esta clase de ceremonias está en el vestíbulo del hospital, esperando una orden para subir a la habitación. Sé que Julieta siempre lleva sus documentos, por lo que pueda pasarle. No sé, me digo que lo hago simplemente para saber su verdadero nombre, aunque quizá me apene un poco no llegar a ver cómo en unas semanas sus uñas se vaciarán de margaritas y se llenarán de soles dibujados con la simpleza de un publicista.