Cuando llega el otoño me da por pensar en cosas viejas de color marrón
A mí, en cuanto llega el otoño, me da por pensar en cosas tristes, ¿sabes?, en cosas de color marrón, en cosas viejas o que ya no existen, en tardes oscuras en las que llueve como con lástima, ¿me explico?, y me entra un vacío aquí, por dentro, una especie de agujero negro que sientes que no se puede llenar ni con todo el optimismo del mundo, un agujero profundo y negro, y digo negro porque no me puedo imaginar un agujero profundo blanco, resulta inconcebible, ¿no crees?, un agujero profundo con el fondo blanco, igual que si al final hubiera una luz pero en realidad no hay una luz ni una salida ni nada, ¿lo has pensado alguna vez?
En fin, que llega el otoño y empiezo a pensar en cosas de ese tipo, y en cosas del pasado, en cosas que hice hace un montón de años, en tonterías, ya sabes, pero que se te han quedado pegadas en alguna parte del cerebro y que en momentos así vuelven y empiezas a recordarlas y a sentirte mal, muy mal, por dentro, como si te estuvieran revolviendo los órganos, y entonces me da por encerrarme en el sótano y echarme en un viejo sofá que tenemos allí, rodeado de trastos viejos y herramientas y cosas que tendría que haber tirado hace un millón de años pero ahí siguen, como si el sótano fuera una extraña clínica geriátrica de restos del pasado, y cierro y tapo con unas telas los dos estrechos ventanucos elevados y apago la luz, y me echo en el viejo sofá después de haber puesto en un primitivo discman que tengo allí el Réquiem de Mozart, y cierro los ojos y no quiero pensar en cosas tristes pero se ve que sí que quiero pensar en cosas tristes, porque me pongo a visualizar puñeteras escenas de mi vida pasada como si fueran antiguas fotografías, con los bordes difuminados y ligeramente borrosas y toda esa pamplina efectista, escenas de situaciones en las que tendría que haber hecho lo contrario de lo que hice, pero también de momentos que en muchos casos, curiosamente, podríamos llamar felices, como el día, hace muchos años, en el que mis padres me fueron a recoger a la estación después de terminar el servicio militar obligatorio, o cuando estuve con mi mujer de viaje de recién casados por Suecia, o los nacimientos de mis hijos, ¿no es la leche?, te acuerdas de cosas buenas y se te clavan como si te estuvieran torturando los servicios secretos de Corea del Norte, y poco a poco me voy cargando, ¿me comprendes?, se me va inflando o llenando de porquería algo aquí dentro, quizá el jodido agujero negro de las narices, y empiezo a ponerme de mala leche, y se me tuerce el gesto y me entran unas ganas irresistibles de revelarme contra mis propias ansias de pensar cosas tristes o viejas o del pasado pero clara y estúpidamente irreversibles, y entonces me levanto hecho un perro rabioso y subo las escaleras y agarro a mi mujer y le doy un abrazo y un morreo de aquí te espero, y después salgo a la calle y me quito toda la ropa y me pongo a gritarle al cielo como un loco mientras mi mujer me mira desde la ventana de la cocina con una media sonrisa de resignación y pensando (lo sé) que otro otoño más tiene que soportar verme hacer el mismo chiflado paripé de hombre de mediana edad que siente que esta maravillosa e inexplicable vida se le va escapando.