De la emoción y la vergüenza
Nuestro género, el humano, por mucho que vea, oiga o lea, no deja sorprenderme. Engrandecemos, condecorando como héroes, a los que no hacen ni más ni menos que proceder del modo que todos deberíamos hacerlo con los necesitados, los que están en peligro y los que tiene menos. Me sorprende, al tiempo que me apena, ver la admiración que despiertan personas actuando como personas ante sus semejantes, proceder que debería ser moneda de tráfico común. Pero en estos días que nos ha tocado vivir, las necesidades ya no se tasan por lo estrictamente justas y necesarias que sean para la supervivencia; ahora, las necesidades tienen otro calibre de medida.
Por fortuna, los tripulantes del Francisco y Catalina todavía tienen la capacidad de acotar en su justa medida la necesidad, la generosidad y el proceder del único modo posible en estos casos. El ejemplo de solidaridad que ofrecieron estos humildes pescadores a países, gobiernos y políticos debe (seguramente no habrá sucedido) haber sacado los colores a más de uno de esos que desde sus cómodo sillones, en sus climatizados despachos, alardean de solidarios pregonando aquí y allá ayudas, subvenciones, planes para la integración y no sé cuántas teorías de folio más, que en eso quedan, en manuscritos, cuando casos como éste les dejan con el culo al aire
Al gesto de estos modestos pescadores no hay nada que condecorar. Y lo digo con todo mi respeto, todo, y toda la emoción, lágrimas incluidas, que me han hecho sentir desde que, como noticia de relleno, escuché por radio el principio de su aventura siguiéndoles día a día para su engrandecimiento. Ellos, tal y como dijo su patrón, ya tienen lo que pretendían: el sueño conciliador y tranquilo de la noche, el sosiego del honrado y del bueno que procede acorde con sus creencias para no tener que lamentar ni un solo minuto las consecuencias de no haber tomado el camino correcto; ellos tienen su conciencia tranquila, que no es pecata minuta. Gracias por este ejemplo, más de bondad que de solidaridad, más de acatar la ayuda como un código de honor que con pretensiones de grandeza. Gracias por no dejaros llevar por el bombo y platillo que han tocado a vuestro alrededor para tapar la vergüenza del proceder político.
VERGÜENZA, con mayúsculas. Ante la actuación de Malta, pues ni la saturación de su territorio por el problema común con el resto de Europa de la inmigración ilegal justifica su falta de humanidad. La máxima ayuda prestada a los tripulantes del barco ejemplar han sido unas botellas de agua y unos bollos, que ni para una comida alcanzaron. Eso sí, no hubo restricciones para que una de sus patrulleras tuviese vigilados a los españoles hora tras hora, como si de bandidos se tratase.
Vergüenza ante la pasividad y rechazo de países del llamado primer mundo, miembros de la vieja Europa, la grande, la que no tiene fronteras, esa Europa pregonera de unión y solidaridad, que en las vacas flacas hace aguas. Puedo imaginar a José Dura llamando de puerta en puerta como quien pide limosna, solicitando ayuda para poder llevar a buen término su acción humanitaria. Puedo imaginar el desconcierto de este buen samaritano cuando una tras otra se cerraran puertas y ventanas en varios idiomas, mientras veía a sus invitados devorar comida con las manos al intentar acallar al monstruo del hambre que les poseía y que sin duda les empujó al océano. Vergüenza por haber sembrado la duda en este lobo de Mar, que ante tanto portazo seguramente pensó si el equivocado era él, si su preceder fue correcto, si salvar de la muerte a 50 seres humanos ¿acaso fue un error?