¿De quién es la vida?
Indiscutiblemente de propiedad privada una vez que, atravesado el útero materno, recibimos la primera bocanada de aire. En ese momento tomamos posesión de ella físicamente, cuando percibimos las primeras voces, los primeros roces y llenamos por vez primera de aire nuestros pulmones, nueve meses después de haber sido concebidos, completando así el proceso gestante y reproductor que la naturaleza tiene establecido para la especie humana.
Esta toma de posesión, que tiene un libreto en tres actos, continuará años después, pues en sus primeros tiempos esta existencia sigue unida con un invisible cordón umbilical a nuestra madre y a la tutela y protección de nuestro padre, depositarios de nuestras responsabilidades y obligaciones hasta que la paulatina maduración de nuestro cuerpo nos haga capaces de poderlas recibir para, desde ese momento, llegar a completarla en su intelectualidad según nuestra ideología, creencias o formas de ver y entender este camino de días, años, experiencias, sentimientos y sensaciones que nos permitirá llevarla a su plenitud.
Después de que este último tramo haya sido completado, y tomando consciencia de la posesión absoluta que sobre ella tenemos, necesitamos, para realmente sentir que el control es sólo nuestro, poder operar libremente sobre ella, contemplando su fin como algo intrínsecamente unido a ella, final que cuando se anuncia con carencia de tiempo, tenemos el derecho de fijar, y para ello necesitamos de unas leyes que nos permitan construir nuestro ideal de la misma y al tiempo decidir tanto si es su rosada cara la que nos sonríe, como cuando es su otra faz, la negrura de una enfermedad incurable o de un estado de muerte en vida, el que se haga presente.
Pero esto sería lo racional, lo que debería suceder si realmente se tuviese en cuenta la voluntad individual por encima de teologías y políticas, por encima de cualquier manipulación interesada que siempre, casualmente, viene dada por la vida o muerte de los otros, nunca de los que pretenden crear doctrinas morales al respecto, podemos llamarles Berlusconi o Vaticano, podemos llamarle doble moral o intereses partidistas que no miran por la persona o por el cuerpo inerte que queda de lo que ayer fue una espléndida mujer, y podernos llamarle sin duda alguna hipocresía católica, que ahora defiende una existencia que no es vida y que ha sido causante de muertes sanas durante siglos.
Llamémosle extrema derecha que al ver contrariadas sus creencias y servidumbres a la Curia es capaz de saltar por encima de la democracia y la aplicación de sus leyes enarbolando una bandera de vida inexistente, de vida inducida que mantiene sus constantes mecánicamente y que nada puede recibir ni nada puede ofrecer, quedando reducida al vacío de un envoltorio carnal que nada contiene. De la monstruosidad que el jefe del Gobierno italiano vomitó sobre este cuerpo al atribuirle la posibilidad de poder ser madre poco queda por decir, la barbaridad habla por sí sola sobre el desprecio que este energúmeno tiene hacia la maternidad y la mujer como ser vivo que siente y no sólo es un recipiente que genera vida. Y ha dejado al descubierto los flacos argumentos que le están llevando a imponer su ideario sobre la inamovible voluntad propia, la decisión de un padre al que han vuelto la voz y la voluntad de su hija, la cual, en plenitud de facultades, decidió sobre este posible que se hizo realidad y sobre las mismas leyes que se supone debe acatar, Justicia que reconoce el derecho a la muerte digna y elegida, porque eso de que la vida la da Dios ya sólo se lo creen unos pocos. La mía se la debo a mis padres.