Cultura

¿De toros?

Una vez más tengo que comenzar esta columna desmarcándome de la última portada de nuestro semanal (quizás más apropiada para una publicación como El Jueves, donde el sarcasmo y el humor negro se exhiben a priori como bandera). Y aún así no tengo otra que rescatar el asunto esta semana. Quiero recuperar el conflicto porque creo que plantea un dilema ético interesante, un conflicto que deberíamos abordar intentando borrar nombres y siglas políticas. Porque de ese modo, al eliminar las particularidades que ensucian o emborronan el quid de la cuestión, nos encontraremos con que en el núcleo de nuestra discusión no se encuentra otra cosa que la Democracia: las fórmulas de organización y de ejecución que dicta el sistema democrático, y el uso o el mal uso que se hace de ellas (aunque esto último también podríamos obviarlo para no salirnos del tema).
Un sistema democrático que permite que quienes gobiernan deban actuar contra sus principios y que quienes ejercen la oposición cierren los ojos ante el qué, y pongan por encima de sus propios objetivos cualquier estrategia que les devuelva el poder: aunque suponga la destrucción del Ayuntamiento al que pertenecen (del mismo modo que para su rédito electoral no les importó aceptar el colosal endeudamiento que ahora suponen La Plaza o la Piscina Cubierta). Un sistema democrático que permite que otros ante los problemas de sus asociados se hagan a un lado, moviendo las fichas estrictamente necesarias u obligatorias, esas que te mantienen en la estrecha franja que existe entre tus acuerdos y tus intereses –quizás ignorando lo que desde afuera se ve: el deseo de ser el califa en lugar del califa–. Y que permite que otros impongan su “minoría necesaria” para conseguir un doble objetivo: imponerse a sus aliados y ejercer su poder frente a sus enemigos. Ridículo, sí, pero real y constatable. Cual tragedia de Shakespeare (o, imagino, de Juego de Tronos).

Y ante tamaña ridiculez ¿qué solución aportar para resolver el conflicto? La única que a mí se me ocurre: someter la decisión a la voluntad popular. Realizar un referéndum donde se decida la cuestión. Toros entonces sí, diremos casi con seguridad. Pero toros por la fuerza que ejerce la mayoría de la población sobre la restante. Un escenario donde no juegan las representaciones electas ni la Ley D'Hondt, donde la alcaldía se doblega, si se da el caso, ante la ciudadanía y no ante manipuladores, cizañeros, estrategas, que juegan con unas cartas y unas cifras en nombre de esos cientos de votos conseguidos. Votos que son personas. Personas que en su mayoría ni siquiera estuvieron de acuerdo al cien por cien con los programas políticos presentados. Y Personas a las que se nos pone en evidencia cada vez que “allá arriba” se juega a algo que no tiene que ver con nuestra seguridad y nuestro bienestar.

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