Dios pasaba de garganta en garganta y la gente se cogía la cabeza con las manos
El niño cayó a la carretera desde la ventanilla trasera izquierda del coche en marcha y otro coche que venía detrás le pasó por encima produciendo un sonido sordo de adoquinado, y entonces todo la gente que estaba en la calle y vio espantada el accidente se acordó de Dios.
El día, uno de los primeros del verano, era suavemente cálido, como si el sol estuviera en modo económico, y el aire se veía limpio bajo un azul pastel armoniosamente degradado hacía el blanco en el horizonte. El curso escolar agonizaba a las puertas de un colegio al otro lado de la calzada de doble carril, un momento lleno de manida literatura juvenil, mientras Dios pasaba de garganta en garganta y la gente se cogía la cabeza con las manos como si temiera que se les fuera a caer del cuello. Los coches frenaron en seco, sus puertas se abrieron con violencia y varios adultos salieron corriendo y tropezando con expresiones de angustia. El niño era una masa inconexa formando una extraña equis o cruz sobre una línea blanca discontinua, cruda construcción del azar que forzaba las leyes de la estética, y estaba empezando a dejar escapar por varios sitios húmedas manchitas rojas que se expandían y brillaban como pulcro plástico industrial sobre el rugoso y grisáceo asfalto. Varios adultos se arrodillaron junto al cuerpo del niño mientras otros cerraban un círculo más amplio que los contenía, construyendo una escena amargamente ceremonial donde todos respiraban aceleradamente y miraban al niño y luego al cielo y chillaban y levantaban los brazos como esperando agarrarse a algo invisible. Nadie se atrevía a tocar al niño, convertido así en una imagen sagrada del dolor, un icono no deseado que era reverenciado con impotencia. Alguien ahogado por la ansiedad llamó por teléfono e intentó explicar entre balbuceos lo que ocurría, y una pequeña bandada de gorriones saltó de unas moreras que punteaban la valla del colegio y cruzó el cristalino aire con un zigzagueante bramido cuando una manada de niños empezó a salir por la gran puerta metálica abierta del centro escolar. La diversidad de sonidos congelaba el tiempo en un amortiguado submundo de aparente lentitud y normalidad que todavía contenía el recuerdo del niño abriendo el cierre especial de la silleta y trepando hasta la ventanilla que el padre había dejado abierta para compensar el ligero calor, un recuerdo cada vez más débil y que el padre zarandeó y finalmente hizo desaparecer al recoger al niño del asfalto y estrecharlo contra su pecho y romper a llorar rodeado de una realidad inimaginable. Intentó ponerse de pie y estuvo a punto de desequilibrarse y caer, pero alguien a su espalda lo agarró y lo sostuvo hasta que consiguió plantarse, y justo en ese momento el padre tuvo el presentimiento de que hay culpas que son ascuas encerradas en el corazón que nunca se apagan y queman toda la vida. Los gritos desenfadados de los niños que saboreaban la incipiente libertad estival componían un coro que hacía hervir la herida abierta, mientras Dios aún se agarraba a alguna garganta y un remolino de vapor casi imperceptible se formó sobre las cabeza del niño y giró y se elevó y cubrió la escena entera, un simulacro de hormiguero gigante vapuleado por la catástrofe, y el niño se agarró al remolino de vapor y ascendió y despertó y vio desde lo alto un mundo extraño y ajeno que turbiamente se alejaba.