Apaga y vámonos

Divino tesoro

Es un lugar común socialmente aceptado ese soniquete que retrata a la juventud actual como la peor que han visto los tiempos, poco menos que una cofradía de primates sin educación alguna, con nulos conocimientos técnicos y humanísticos, preocupados únicamente por meter y meterse de todo y sin más aspiración en la vida que triunfar en Gran Hermano 18. Y posiblemente todo ello sea cierto en muchos casos –no en todos, a Dios gracias–, pero no menos cierto es eso de que, de tal palo, tal astilla.
Atendiendo a este topicazo, el de los gañanes quinceañeros que van al instituto por inercia y sólo tienen ojos para el tubarro de su scooter y el tanga de la Jeni, cabría pensar que nuestros padres y abuelos son justo lo contrario: personas elegantes, cultivadas, con espléndidos modales y una voluntad de servicio solo comparable a la de cualquier premio Príncipe de Asturias de la Concordia, pero hete aquí que ese intachable colectivo, esos adalides del buen hacer, la personificación antropomórfica de la quintaesencia de la urbanidad, es capaz de mandar toda su dignidad al carajo (la mucha o poca que tengan, eso lo dejo a gusto del lector) a cambio de una entrada para ver a Karina, a los Mismos y a los cientos de kilos de naftalina que dichos artistas arrastran consigo de pueblo en pueblo.

Desgraciadamente, no cabe pensar en el bochornoso espectáculo que dieron nuestros mayores el otro día, cuando se abrieron las taquillas del Teatro Chapí para poner a la venta las entradas guardadas en el baúl de los recuerdos, como un hecho aislado. Lo que allí se vivió fue muy triste, una situación lamentable en la que afloraron a raudales toneladas de mala educación, modales de verdulera (perdón al colectivo, pero con las frases hechas ya se sabe…) y odios y envidias escondidas vaya usted a saber desde cuándo, pero más triste es retrotraerse en el tiempo y recordar aquellas “memorables” asambleas de la Unión Democrática de Pensionistas, convertidas en auténticas batallas campales en las que los, en teoría, apacibles jubilados, no llegaron a las manos de puro milagro, lanzándose a la cara, eso sí, todo tipo de acusaciones e insultos mientras eran jaleados por sus respectivos partidarios, hasta el punto de obligar a intervenir de manera drástica a diferentes concejales en la mediación del conflicto, como si los ediles (y nuestro ayuntamiento) no tuvieran nada mejor en lo que trabajar.

Y en esas andaba yo, reflexionando en voz alta sobre los valores y la educación de nuestros mayores, cuando un buen amigo vino a servirme la solución en bandeja: lo que hay que hacer, me dijo, es conseguir que la señora Serra envíe sus controles de Policía a vigilar a los jubilados, que cuando se les va la pinza son un auténtico peligro para la sociedad y las buenas costumbres. Y no está mal pensado. Otra cosa es que, a la vista de cierta llamada telefónica, la señora Serra quiera hacerme caso.

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