El guasap o un arma de destrucción comunicativa
La comunicación por medio de la escritura es uno de los actos más loables que ha conseguido la humanidad como rasgo distintivo. Es una forma de distanciarnos voluntariamente de nuestro parecido más que palpable al mono (¿a quién se le ocurrió tal semejanza?, qué disgusto). Sin embargo, el mercado del móvil ha introducido una aplicación que no nos aleja tanto de estos primos que rehuimos con frecuencia, el guasap, qué invento.
Paseo por una calle cualquiera, a una hora cualquiera, de una ciudad cualquiera repleta de seres anónimos y los destellos sonoros de los móviles se adueñan de la acera (eso sí, son de lo más variado, desde el típico sonido de teléfono de los años ochenta, hasta el pío pío más cutre de un pájaro mecánico, pasando por los bufidos de sirenas diversas). Comienzo mi recorrido con ávida observación, a diestra y siniestra, con movimiento de péndulo cervical, y atisbo cuerpos encorvados que avanzan con el aparato pegado a la mano y sus dedos a él, tecleamos
cuidado, un frenazo, no lo he visto, le digo con rubor en la mueca al que llevaba pegado a mi lado. Pero qué estoy haciendo. Sigo hacia delante y tengo la sensación de que nos dispersamos, de que cada uno ha podido levantar, por fin, la cabeza entumecida por la posición que requiere la escritura cuando vamos caminando. Algunos parecían ir a cuatro patas y a cámara lenta, qué visión.
Y llego a una casa familiar cualquiera, en un día navideño cualquiera y me esperan veinte caras conocidas sentadas a la mesa con ganas de deglutir sin explicaciones el manjar que hay en los platos. Me siento, buenos días, no hay eco. Cojo mi tenedor y tras un leve carraspeo me dispongo a comer, alzo el mentón y otra pesadilla, no puede ser, los más jóvenes de la reunión se encuentran guasapeando, a la vez que mastican, beben, arquean las cejas, chupan la cabeza de una gamba, piden la cerveza al que está situado en la otra punta de la mesa, se ensimisman, me enervan, absortos se levantan, adiós, adiós. Y yo me rasco la cabeza en señal de incredulidad mientras en mi bolsillo recibo el silbido sigiloso de un mensajito. Silencio que me descubren. Me retiro cabizbajo.
Y entonces me pregunto, ¿dónde han quedado las bromas?, ¿y los chistes? (los de antes, no los que vienen a través de la pantallita), ¿y los juegos de palabras, los chascarrillos, las conversaciones detrás de un café sin un bicho autómata que ronque interrupciones a cada palabra que emito? Me miro en el espejo y este me despide una imagen horrenda: una silueta encogida, como aterida, enlutada de vello, tímida, ¿a quién me recuerda? Voy a seguir buscando con mi móvil cerca a ver si encuentro la respuesta.