El alcalde estrechó mi mano lleno de emoción como si yo fuera un profeta resucitado
Recibí una llamada telefónica comunicándome que me habían otorgado el premio de poesía en aquel pequeño pueblo que casi nadie conocía, y de inmediato sentí una punzada de culpabilidad e indignación, porque había mandado un poema muy malo plagado de palabras gastadas y tópicas metáforas, escrito arteramente bajo la ira y el desprecio hacia la misma disciplina que amaba, un poema que no sabía muy bien por qué lo había mandado, ya que estaba pasando un momento mezquino y descreído y superficialmente atormentado.
El caso es que era la segunda convocatoria de aquel premio de poesía, una de las pocas actividades de un pueblo que no alcanzaba los seiscientos habitantes, y como estaba seguro de que para ellos era un esfuerzo criminal gastar trescientos euros en una cosa así, dije que gracias, que iría encantado a recibirlo en persona de manos del alcalde o de quien fuera que ostentara aquella responsabilidad. Días más tarde, bajo un calor que deshacía el asfalto de las carreteras secundarias, conduje hasta allí masticando mi propia vergüenza y esperando ser capaz de soportar lo que me esperaba. Nada más llegar me recibió la concejala de Cultura, una mujer regordeta de mediana edad enfermizamente contenta de recibirme, rodeada de un séquito de personas de inquieto y desproporcionado espíritu cultural. Se mostraron tan amables que sentí cómo crecía dentro de mí una irritación incontrolada. Entre parabienes aceitosos, el grupo me arrastró al centro cultural, un viejo edificio con pintura desconchada, donde había un salón de actos no más grande que un quiosco de prensa, en el que una veintena de vecinos ocupaba sillas claramente desechadas de casas particulares. Allí me esperaba el alcalde, que estrechó mi mano como si yo fuera un profeta resucitado, y me hizo sentarme en el centro de la mesa de honor. Era evidente que el aire acondicionado no había llegado hasta aquel rincón perdido en ningún sitio, de modo que, con abrasivas gotas de sudor descendiéndome por las sienes y las axilas, recité el poema escupiendo cada palabra como si estuvieran torturándome, y la gente allí congregada aplaudió con esa vehemencia de comuna iluminada que hizo que se me saltaran las lágrimas. Después me llevaron a una casa de comidas y me invitaron a lo que yo supuse que eran las reservas de alimentos del pueblo para todo el verano. Me miraron extrañados cuando pedí para beber con la cena un güisqui etiqueta negra, pero me perdonaron con ese respeto de la gente humilde y benévola. Todos se mostraban tan sinceramente agradecidos y buenos y serviciales, que al cuarto güisqui, entre comentarios interesados sobre la poesía de Pemán, rompí a llorar de nuevo, lo que interpretaron como una muestra inequívoca de mi grandeza interior y mi auténtica alma de poeta. Tras media hora de abrazos y lágrimas abandoné aquel pueblo, ostensiblemente ebrio y turbado, y conduje muy despacio, con ganas de dar un volantazo y salirme de la carretera y estamparme contra un cercado tristemente rural, hasta que llegué a casa. [Pausa.] Dos días más tarde me llamó por teléfono el alcalde para comunicarme que habían decidido ponerle mi nombre a su concurso de poesía, porque conocerme era una de las cosas más grandes que le había pasado al pueblo en mucho tiempo. [Pausa.] Mientras le escuchaba, me arañaba con saña el antebrazo pidiéndole a Dios o a quien fuera que me enviara al infierno de los malos poetas, y después le dije al alcalde que si se declaraba una epidemia en el pueblo yo iría desnudo y llagoso a salvarlos con mis palabras.