El anciano se paró en medio del puente y se inclinó con dulzura sobre la barandilla
Sixto y yo estábamos en el banco del parque que hay frente al puente, bebiéndonos una litrona de la que quedaba la mitad y que ya no estaba fría, sino con ese punto un poco amargo y aguado de cuando empieza a recalentarse.
Era una mañana limpia de domingo, justo en ese momento en el que un sol todavía bajo empieza a calentar suavemente y la ciudad casi no se ha desperezado, y solamente se ve alguna persona paseando el perro o de vuelta de comprar el periódico, ya sabes, ese tipo de mañana incipiente con ese brillo de fotografía de alta definición que casi te obliga a pensar en las bienaventuranzas de la vida, en todo ese rollo agradecido por estar en medio de un instante rebosante de inexplicable belleza, empapado de esa luz casi alucinógena y envuelto por sonidos solitarios y frágiles, todo ello, además, aliñado por los vapores evanescentes de la bebida de baja graduación. En fin, que allí estábamos Sixto y yo, repantingados en el banco con los brazos detrás del respaldo y la cabeza inclinada hacia atrás, dejándonos bañar por el leve calorcito del perezoso sol, hablando desganadamente sobre técnicas de sacrificio de animales en la industria alimentaria, cuando vimos al anciano caminando por el principio del puente. Andaba tan despacio que calculamos que tardaría un millón de años en atravesarlo, y ya sabes que son apenas trescientos metros. Dos tragos por cabeza más tarde, la litrona estaba casi vacía, y el anciano se paró en medio del puente y se inclinó con dulzura, pero peligrosamente, sobre la barandilla. Sixto se entusiasmó moderadamente y dijo que parecía que el anciano iba a saltar al vacío. Yo le dije que eran imaginaciones suyas, que tenía una mente fantasiosamente perversa, y que lo que pasaba era que el anciano quería ver mejor algo que había allí abajo. Sixto sacó el teléfono móvil, abrió una aplicación con grietas de legalidad, configuró una apuesta efímera para suscriptores privados, y comenzó a filmar. Le dije que era un cabronazo, pero Sixto mantuvo el aparato en dirección al pobre anciano sin que desapareciera de su boca una medio sonrisa. Yo revisé la apuesta en mi teléfono móvil, y no tardaron en aparecer los típicos buitres. En menos de dos minutos ya había apuestas de cientos de euros, sobre todo defendiendo que el viejo no saltaría. Le dije que la gente veía con claridad lo que pasaba, y que aquello iba a terminar bien y su mente maligna iba a verse defraudada. Me dijo que iban veinte euros a que saltaba. A mí me importaba un rábano la apuesta, pero me tocaba las narices su media sonrisita y su actitud de cabronazo engreído, y le dije que los veía y que le iba a demostrar que era un retorcido enfermo por creer que el anciano iba a saltar. Y entonces el anciano saltó. [Pausa.] Hubo un Ohhh generalizado en el chat de la oscura aplicación, y Sixto cerró la apuesta con cara de tener ganas de decirme algo sarcástico, pero aguantándose para no ahogar ese fuego con gasolina. De inmediato llamó al 112, y yo, negando con la cabeza, rebusqué en mis bolsillos en busca de los veinte euros, que conseguí reunir con penoso esfuerzo entre billetes de cinco y monedas de infame valor. Hice el gesto de lanzárselos, pero él, sin dejar de hablar con la persona que estaba al otro lado, me señaló la litrona vacía y después la tienda 24 horas de la esquina. [Pausa.] De camino a la tienda, me ensimismé contemplando el brillo hipnótico de las hojas de los laureles, dibujadas con luz por el expansivo sol, y por un momento creí que en esa imagen había alguien que quería decirme algo.