Él arrastraba una hiperactividad infantil mal o nunca diagnosticada
Llevaba casi diez años sin verlo, hasta el encuentro del otro día. Habíamos sido muy amigos en otro tiempo. Entonces él se dedicaba a la pintura y era, la verdad, un individuo realmente imprevisible, apasionado, que quizás arrastraba las secuelas de una hiperactividad infantil mal o nunca diagnosticada, obsesivo, petulante, emocionalmente bipolar, con ataques de ira que en segundos se convertía en plegarias autoindulgentes
cínico cuando se sentía amenazado, dadivoso cuando sabía que su influencia hipnotizaba a los que le rodeaban, atractivo para esas señoras predispuestas a dejarse seducir por tópicos y clichés de artista, arrogante con los que consideraba inferiores a él, pamplineramente indulgente con aquellos que cometían pecados veniales, justiciero e implacable con quienes él noveleramente creía que se habían aprovechado de débiles e infortunados, lleno de ideas fantásticas pero llamativas e incendiarias, vehemente lector de poesía soviética revolucionaria, experto en la filosofía del idealismo objetivo, adicto incansable a la novela costumbrista española del siglo XIX y al naturalismo francés, admirador de los pintores prerrafaelistas ingleses y los hiperrealistas americanos, cristiano católico romano en origen que, después de una larga época deslumbrado por la escuela Zen japonesa y su meditación sentada, se convirtió a la Iglesia Adventista del Séptimo Día, devoto sin embargo y por causas esotéricas de la Virgen de las Virtudes, contradictorio discípulo de la cosmología y la astrología que él unía en una sopa universalista y panteísta, practicante de halterofilia durante un breve periodo de juventud que abandonó para entregarse al ajedrez y a la caza menor, siempre interesado por cualquier novedad social o técnica, fanático de los artilugios informáticos y de internet, zurdo y disléxico, amante de los vinos caros y las hortalizas ecológicas, sentimental, ceñudo, inabarcable; todo esto era él, al menos la parte que yo recordaba, antes del encuentro del otro día, cuando lo vi saliendo de uno de esos amenazantes comercios dedicados obsesivamente a comprar oro y me fue imposible eludirlo. Se me abalanzó y me abrazó con la teatralidad de un pariente que regresara del infierno. Estaba impúdicamente obeso y llevaba el pelo largo y enmarañado. Prácticamente me agarró como un antidisturbios a un manifestante y me arrastró a su estudio del casco antiguo porque tenía que enseñarme lo más grande que yo nunca iba a ver. Antes de abrir la puerta, me dijo eso tan infantil de que cerrara los ojos. Accedí para no importunarlo. Realmente estaba intrigado, aunque también incómodo por sus maneras abruptas. Me condujo de la mano, y después de unos pasos exclamó ¡ahora!. Delante de mí había una pared de unos diez metros de largo por cinco de alto pintada con una anárquica escena que imitaba un tema religioso al modo renacentista. Abajo había demonios con las caras de políticos actuales de la ciudad que estaban siendo sobrevolados por ángeles con caras de anteriores políticos de la ciudad, y arriba del todo estaba él compuesto como un Jesús dispuesto a impartir justicia. Mi Capilla Sixtina, dijo. No pude evitar soltar una carcajada histérica. Me despidió de su estudio a trompicones gritándome que yo no entendía nada, que era un simple, que la sociedad se hundía por culpa de gente como yo, que no tenía sensibilidad ni seso ni grandeza para reconocer la verdad del mundo, y que iba a ponerle mi cara a uno de los demonios y que así quedaría sentenciado para toda la eternidad.