El coche olía a comida abandonada mucho tiempo en un sitio sin ventilación
Mi padre dijo que nos sentáramos en el asiento de atrás de nuestro viejo coche y no nos moviéramos. Todavía no había empezado a amanecer. Era invierno y había una niebla sucia rellenando los huecos entre las cosas. Yo tenía ocho años y mi hermana seis. Mi madre nos miraba desde la ventana de nuestro salón, que estaba en un segundo piso, moviendo la mano a modo de despedida, pero de esa manera en que se mueve la mano cuando la despedida es involuntaria y dolorosa.
No recuerdo si mi madre lloraba, porque estaba bastante lejos y se tapaba la mitad de la cara con la mano izquierda. Pero sí recuerdo que la ciudad parecía abandonada por culpa de una epidemia o algo así. Por encima del silencio solamente sobresalían los acelerados y débiles latidos del corazón de mi hermana, como un tambor bajo el agua. Entramos en el coche y mi padre cerró la puerta. El coche olía a comida abandonada mucho tiempo en un sitio sin ventilación. Después mi padre se volvió para mirar a mi madre. Yo no podía ver la cara de mi padre ni a mi madre en la ventana, pero estaba claro que se estaban mirando, quizá diciéndose algo con gestos o moviendo los labios. A continuación mi padre se colocó en el asiento del conductor, puso en marcha el coche, y salimos de la calle muy despacio. Los edificios parecían apartarse respetuosamente. Mi hermana gimoteaba con timidez. Le cogí la mano y se calmó un poco. Mi padre agarraba muy fuerte el volante, de esa forma en que la gente coge el volante cuando se dirige a un sitio importante. Yo podía ver parte de su frente en el espejo retrovisor. Mi padre se desvió varias veces, primero para coger carreteras secundarias, y al final para adentrarse por caminos de tierra hasta parar en un lugar rodeado de árboles y arbustos. Mi padre bajó del coche y abrió nuestra puerta. Nos hizo un gesto para que bajáramos. Mi hermano acentuó su gimoteo. Inicié la maniobra para salir sin dejar de coger la mano de mi hermana, para que me siguiera. Salimos y nos plantamos frente a mi padre. El cielo estaba pasando del negro al gris humo. Mi padre se fue a mirar en el maletero, del que regresó con una cuerda. Me cogió de la mano y comenzó a andar en dirección a la espesura de árboles. Nos adentramos bastantes metros, mi padre cogiendo mi mano y yo la de mi hermana. Después mi padre se detuvo junto a un gran árbol, ató la cuerda al tronco, y sin hablar nos colocó pegados a la corteza, uno junto al otro, de frente. Ahora mi hermana lloraba muy fuerte, como si fuera a ahogarse. Mi padre se puso a dar vueltas con la cuerda alrededor del árbol, como si estuviera bailando una danza, rodeándonos a mi hermana y a mí y aprisionándonos contra la áspera madera, y cuando nos tenía bien sujetos se paró e hizo unos nudos muy fuertes. Se arrodilló delante de nosotros, nos miró con cara de estar ya en otro sitio, nos dijo que nuestra madre y él nos amaban más que a nada en el mundo, nos besó en la frente, se dio la vuelta y desapareció. Yo seguía cogiendo la mano de mi hermana, y la apreté fuerte, pero no para transmitirle valor, sino para recibirlo. Poco después se oyó el motor del coche, un ronroneo que empezó a alejarse hasta ser sustituido por un extraño y austero rumor de hojas, como si el mundo se hubiera quedado irreversiblemente deshabitado.