El domingo pasado tuvimos una absurda discusión sobre el zumo de naranja
Mi marido y yo tenemos una relación que podríamos denominar compleja, llena de contrariedades de comunicación. Los dos estamos enfrascados en nuestras carreras profesionales, y en momentos estacionales como este pasamos por fases difíciles. Le pondré un ejemplo.
El domingo pasado tuvimos una absurda discusión sobre el zumo de naranja del desayuno. Llegó a crisparme tanto, que no pude evitar decirle que ya no se esforzaba en hablar francamente conmigo, que ya su modelo verbal hacia mí era claramente reduccionista. Como era de esperar, él se revolvió lanzándome el dardo de que el mío no era precisamente un modelo de competencia lingüística que hiciera hincapié en los aspectos específicamente lingüísticos como determinantes del modelo. La tormenta ya se había desatado. Le solté que su cerebro debía tener extrañas asimetrías anatómicas, bioquímicas y funcionales que le producían bochornosas afasias comunicativas que parecían malas imitaciones de la afasia sensorial transcortical y de la afasia de Wernicke, y que me trataba con anomia deliberada para irritarme. Está claro que a él le fastidió especialmente esto último, porque contraatacó bombardeándome con que yo me pasaba por los bajos fondos los postulados conversatorios de H. P. Grice y no respetaba el principio general de cooperación, que veía implicaturas y presuposiciones en todo lo que salía de su boca, y que despreciaba mezquinamente el concepto globalizador de contextualización. Yo me tiraba de los pelos, y no pude aguantarme y le ataqué gritándole que era un organismo sin sustancia expresiva que no sería capaz de entender un ejemplo de la dialéctica acción ejecutiva vs comunicación aunque estuviera sucediendo encima justo de su inmensa narizota. Se levantó de la mesa de la cocina y empezó a dar vueltas sobre su propio eje, bufando mientras intentaba asimilar mi directo en forma de ciencia del comportamiento. De pronto se paró y me señaló con el dedo al tiempo que me chillaba que mi lenguaje natural interior era un procesamiento descontrolado en mi mente y que estaba corrompido por los modelos de tensión, oposición y desviación, y que en el reino de la ambigüedad léxica yo sería la reina de los formalismos representacionales porque era una inútil para instrumentalizar usos y contenidos en formas verbales. Me levanté de la silla y le dije que se podía meter su cháchara balbuceante y su Cátedra de Psicolingüística por el agujero no fonador, y él me respondió que lo mismo podía hacer yo con mis ridículas investigaciones sobre descomposición léxica interpretativa en los discursos políticos de la transición democrática. En ese momento los dos nos encontrábamos frente a frente, apenas separados por unos centímetros, mirándonos a los ojos y con nuestros cerebros buscando conceptos y teorías que esgrimir. Y fue entonces cuando apareció la comunicación no verbal en su forma más primitiva, y mientras desarmados nos abrazábamos salvajemente sobre la mesa de la cocina emitiendo sonidos guturales, provocando que tazas y cubiertos y tostadas y sobre todo los zumos de naranja rodaran hasta el suelo, pensé en cuánto me gustaba ponerle de los nervios y en que era un tonto sabelotodo que sabía cómo volverme loca de verdad.