Él encontró trabajo en una constructora y yo me dediqué a tener hijos varones
Desde mucho antes de que nos casáramos hace doce años, mi marido siempre me llamaba caramelito. Y también casi desde el principio la palabrita supuestamente cariñosa y un poco tonta que él creía que nos unía románticamente y nos hacía más originales y envidiables me sentaba como una patada en medio de mi doctorado en Psicología Social con la especialidad de Traumas Poscomisiones en Organizaciones Políticas y No Gubernamentales.
Dejé que me siguiera llamando así por no herir su ego masculino pastelero, y con la misma y furtiva intención empecé yo a llamarlo mi rudo cavernícola. Curiosamente el apelativo parecía despertar en él toda una extensa gama de positivas asociaciones eróticas, de modo que la dialéctica empalagosa y troglodita se enquistó en nuestra relación como una máscara de felicidad conyugal. Nada más casarnos él encontró trabajo en una constructora y yo me dediqué a la casa y a tener tres hijos varones que son la alegría de abuelos, tíos y vecinos por su hiperactividad y fantasía a la hora de subvertir el poder establecido y el entorno físico transformable. Gracias a pequeñas dosis de fármacos legales y grandes dosis de sesiones secretas de autoterapia conductista llegué a asumir mi estado dentro de la armonía total del mundo tal y como el devenir de las legítimas fuerzas cósmicas había predestinado para mí. Y así parecía marchar nuestra pequeña historia de sufrido bienestar familiar en sociedad opulenta y disciplinada, cuando la crisis se cruzó en nuestro camino como un terremoto provocador que nos sacó de la hipnosis. Mi marido perdió el trabajo y entró en un proceso de negación que solamente las sesiones de caramelito y mi rudo cavernícola aliviaban efímeramente. Paralizado por su nueva condición de inútil legal, empezó a pasar más tiempo con los tres niños, lo que milagrosamente pareció tener un efecto terapéutico para los cuatro. Entonces decidí que tenía que hacer algo y salí a la calle con mi doctorado en busca de una ocupación remunerada. Me contrataron para la sección de carnicería de un conocido supermercado, más por cierta inclinación fantasiosa del encargado de recursos humanos que por mi currículo académico. De este modo, entre golpes de hacha a chuletas y costillas, me convertí en el sustento de mi familia, y cada día, al volver del trabajo, contemplaba a mi marido ayudando a nuestros hijos a hacer los deberes o preparando la cena, y un sentimiento desconocido empezó a crecer dentro de mí. Me descubrí asaltándolo por detrás en la cocina cuando aliñaba las ensaladas y rebuscando bajo su delantal del Athletic de Bilbao con creciente frenesí. En una de esas y de forma refleja, le llamé caramelito. Creí percibir cierta perplejidad en su expresión, pero el fuego de la pasión le agarró salvajemente y le borró el rictus. A los pocos días, en otra zozobra lúbrica en medio de nuestra creciente prosperidad emocional, él me llamó mi ruda cavernícola con naturalidad despreocupada, y noté cómo la rueda se ponía otra vez en marcha, salvo que ahora giraba en sentido contrario. [Mete el delantal de trabajo con manchas de sangre a la lavadora.] Estoy segura de que llamarle caramelito le sienta como una patada en el carné de abonado a Canal Liga, y a mí mi ruda cavernícola me revuelve las asaduras, pero es lo que tiene el verdadero amor, que al final te enseña a ser fuerte y aguantar cuando otros abandonarían.