Testimonios dados en situaciones inestables

Él hinchaba su pecho creyéndose Berlusconi o alguien más abstruso

El regalo en sí ya fue un atentado contra mi delicada inteligencia, pero la desfachatez de mi marido al dármelo, poniendo cara de Berlusconi de pueblo como creyendo que estaba reinventando el arte de regalar delante de toda su mezquina familia (que yo había invitado a cenar en casa la víspera del día de Reyes -que es cuando tenemos la costumbre de darnos los regalos- con la certeza de que esa noche yo triunfaría como una cabrona), fue un cruel asesinato de todas las esperanzas que yo había depositado en ese momento.
Porque unas semanas antes del día ahora señalado para siempre como ¡CATÁSTROFE! habíamos estado juntos en la tienda, y precisamente fui muy clara en mis señales al detenerme justo frente al abrigo que (subrayo) debía haberme regalado y decirle que era (subrayo) una absoluta preciosidad, pero que era (subrayo) indecentemente caro y que sería (subrayo) un extravagante crimen gastarse tanto dinero en algo así. Dije esto último con la evidente intención de que se diera cuenta de que era el regalo perfecto para mí, un acto de desenfrenada e inconsciente locura romántica. Y si estuve manoseando el horrible y baratero abrigo que después me regaló fue solo para que pudiera darse cuenta de lo apropiado que era el otro. ¿Te das cuenta? Le di todos los datos, de esa forma indirecta y elegante que un hombre perspicaz y atento habría descifrado sibilinamente, para que pudiera permitirse dar ese gran paso en su minúscula vida, y de paso matar de envidia a mis cuñadas, que son unas prepotentes y unas amargadas porque antes les iba de muerte con el negocio de muebles de cocina de sus maridos, pero ahora están con la soga al cuello y no pueden permitirse ni un fin de semana en Canarias, aunque sigan fingiendo que son las reinas del baile de fin de curso del Instituto ¿Te das cuenta? Era la ocasión perfecta para hacerles tragar todos sus años de burda altanería por el hecho de que yo procedo de una familia pobre y desestructurada con una madre fanática de la terapia gestáltica y un padre psicópata antisocial. Pero no. Me dio la enorme caja y dejó que yo pusiera toda esa clase de caras grotescamente exageradas por la supuesta emoción, y mientras yo abría la caja rodeada de toda su vampírica familia, él hinchaba su pecho creyéndose Berlusconi o alguien más abstruso. Cuando por fin vi el horroroso abrigo, tuve que utilizar todas mis dotes de supervivencia para que la totalidad de mis músculos faciales ejecutara una mueca de bobalicón agradecimiento, como una vulgar dama de honor en una folclórica fiesta de barrio, en contra del primario instinto de saltar sobre él y arrancarle el cuello de un mordisco, mientras toda su familia se llenaba silenciosamente de satisfacción ponzoñosa. Pero me dije No, Bruni, Calma, Piensa En La Otra Mejilla; Piensa En Las Grandes Lecciones De La Historia. De modo que contraté a unos médicos ucranianos, que me cosieron el abrigo al cuerpo de forma brutal y completa, como una segunda piel. Y tenéis que ver ahora a mi marido, paseándose por la casa como una sombra y evitándome descaradamente por la culpa que lo corroe. Porque yo sé que su cara de perplejidad y de pánico y de derrumbe anímico es solo fachada, pura vergüenza y remordimiento de saber que se equivocó cuando lo más fácil era hacer lo evidente y correcto.

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