El largo silencio antes de decirme nada tiene un objetivo ritual intimidatorio
Estoy en el despacho del mandamás de La Institución, sentada frente a su enorme y raída mesa de castaño adornada con tallas de flores, frutas y hojas. Su chaqueta corporativa es azul de Prusia o azul petróleo, algo así, con botones y ribetes en dorado.
El cuello redondo y alto, típico de los uniformes de La Institución, parece más apretado de lo aconsejable. Los pequeños retoques estéticos en su cara no consiguen evitar que se le vea viejo, sin más. Me mira con un falso rictus de impasibilidad. El largo silencio antes de decirme nada tiene un objetivo ritual intimidatorio. Me da igual. Por mí, puede tirarse un año sin abrir la boca. Tengo la piel separada del cuerpo. La deslucida decoración del recargado y ordenado despacho invita a cerrar los ojos, por salud mental. El mandamás mueve por fin la cabeza con una condescendencia severa y me pregunta por qué lo he hecho. Se refiere a matar a la mascota que me fue asignada, un ejemplar joven de Cavia porcellus, aunque aquí se empeñan en llamarlo conejillo de indias con el evidente propósito de mostrarlo como un animalillo adorable y toda esa basura emocionalmente manipuladora. Cuando nos internan en La Institución nos asignan una mascota a cada uno de nosotros, con el bienintencionado propósito reeducativo de que nos obliguemos a ocuparnos las veinticuatro horas del día de algo más que nuestros egoístas y caprichosos yoes. Le digo que quizá la maté porque era una fuente inagotable de inestabilidades e insatisfacciones, pero no sé. El mandamás fija la mirada en los papeles que tiene sobre la mesa, junto a la pistola, y entrecruza sus manos componiendo una instantánea de autoridad. Me pregunta si creo que esas razones son procedentes para matar a mi mascota. Lo erróneo de su frase es que no era mi mascota, era una simple herramienta de La Institución. ¿Cómo pueden ser tan bobos para no darse cuenta de que nos damos cuenta de cosas tan obvias? Le pregunto si él tiene una mascota. El mandamás hace como que ignora mi pregunta sin parpadear. Una de las falsas ventanas con proyecciones sincronizadas de un atardecer en un valle con cerezos en flor tiene un fallo de corriente y parpadea desesperadamente durante tres segundos. Estamos a quinientos metros de profundidad, en unas inmensas y decrépitas instalaciones militares que simulan palacios barrocos. Toda la especie sobrevive penosamente bajo tierra en millares de estos achacosos búnkeres. Arriba, el mundo es una charca radioactiva invivible. Le pregunto si quiere que yo sea su mascota. Me pregunta si creo que matar a la mascota es una declaración. Le pregunto cuántas mascotas mató él antes de abandonarse a los sucedáneos de la cordura. El tic en el ojo izquierdo parece un fallo de software. Me pregunta si tengo algún objetivo en mi vida. Le pregunto si él es la mascota de alguien. Se oye el suave bramido de una lejana explosión y la habitación tiembla modestamente. Me pregunta si tiene algún significado que matara a la mascota ahogándola bajo el agua. Le pregunto si alguna vez piensa en el porvenir. Después de un par de tics el ojo izquierdo termina quedándose cerrado. Le pregunto si las autoridades no han pensado que lo de las mascotas es un procedimiento triste y ridículo. Me pregunta por qué la mayoría elegimos el ahogamiento bajo el agua para matar a las mascotas. De pronto parece profundamente abatido y confuso, como las mascotas cuando dejan de resistirse, y me encojo de hombros.