El médico le palpó la nuca para ver si era una lesión muscular o algo más serio
Mi madre llevaba varias semanas quejándose de que le dolía la nuca. Probó a tomar calmantes de todo tipo, pero el dolor persistía y crecía tozudo como un chismorreo en una peluquería. Cuando ya no pudo más, decidió ir al médico buscando un remedio más efectivo.
El médico le palpó la nuca para ver si era una lesión muscular o algo más serio, y lo que descubrió es que mi madre tenía en la parte alta del cuello un pequeño bulto. Inmediatamente la ingresaron en el hospital y la sometieron a todo tipo de pruebas. Mi padre no se separó de su cama durante todo este tiempo, diciéndole que ya vería como aquello no era nada grave. Pero los resultados dejaron a todos los profesionales bastante confusos. El objeto que producía el bulto era un mineral del tamaño de un hueso de aceituna, más concretamente era un alótropo de carbono conocido comúnmente como diamante. Sin demora, el equipo médico impuso una férrea vigilancia al bulto mientras valoraba qué protocolo seguir. Y en el breve lapso de esos días de observación pudieron comprobar algo todavía más extraordinario: el diamante crecía con rapidez. El nerviosismo del personal sanitario se desbocó. Mi padre recorría los pasillos del hospital cabizbajo y pensativo, con cara de estar buscando algo dentro de su afligida cabeza. Y de pronto entró en la habitación y dijo algo que en aquel momento sonó inapropiado y un poco insensible. Dijo que quería consultar con expertos en gemología y en el mercado de joyas. Dijo que quería saber cuánto podría llegar a valer aquel diamante después de ser tallado. Dijo que no se iba a hacer nada hasta que tuviera esos informes. Al día siguiente llegaron al hospital los expertos requeridos y estudiaron todos los datos disponibles, llegando a la conclusión de que el diamante tallado resultante podría valer unos diez mil euros, considerando las especiales circunstancias. Mi padre dijo que no era suficiente, y convenció a mi madre para que aguantara hasta que el pedrusco creciera lo suficiente para reportarles una cantidad de dinero que compensara todo lo que les estaba ocurriendo. Dejaron pasar las semanas, y aquella cosa siguió creciendo en la nuca de mi madre bajo la constante inspección médica. Llegó un momento en que el mineral tenía el tamaño de un huevo de gallina, y los expertos gemólogos ya le daban un valor cercano al millón de euros, pero mi padre no quería que se lo sacaran todavía y dijo que había que esperar un poco más. A los pocos días mi madre tuvo un colapso y se lo tuvieron que extirpar con urgencia, pero la mala fortuna quiso que ella quedara en coma profundo. Mi padre mandó tallar el diamante, y poco después fue subastado de forma discreta entre un reducido grupo de coleccionistas caprichosos. El precio final fue de varias decenas de millones de euros, en gran parte por su asombrosa historia. [Pausa.] Al poco tiempo mi padre compró este lujoso ático, uno de los más altos que hay en el corazón de la ciudad y desde el que se contempla el horizonte como un límite espectral del mundo, y habilitó una habitación especial para mi madre. Ahora mi padre se pasa los días mirando por los enormes ventanales cómo las masas de nubes se esculpen en formas monumentales carentes de significado, y cuando llega la noche, entra en la habitación de mi madre, la besa en la frente, y suave y amargamente le palpa la nunca con la angustiosa esperanza de que finalmente ocurra algo, algo...